Pollito de los amigos

Había dos caminos: el del Excélsior y el del Unomásuno.

El primero lo andaba cuando papá me ordenaba “ve a comprar el periódico” con su mirada verde sujetada por un entrecejo que al apuntarte era el mandato de un Dios. El niño de seis años iniciaba un safari. Bajaba del edificio en cuya azotea la octogenaria casera Mary criaba guajolotes porque para ella su colonia aún era el pueblo revolucionario de Tizapán. Luego, mis botitas ortopédicas para pie plano iban por la calle Guanajuato, se escabullían en el tianguis de Tlaxcala, pisaban cuadras sin pavimentar, giraban en Av. México y llegaban al único puesto de periódicos del barrio. Ahí, en Av. Toluca, primigenia joya del despapaye urbano (uso una palabra extinta para que vuelen a esos tiempos), el puestero me daba los 704 pliegos, los 49 suplementos y los siete litros de tinta seca incluidos en un solo ejemplar de Excélsior. Mis manos chiquitas cargaban como podían ese crimen maderero y en casa extraía dos secciones coloridas: la humorística con mi querida historieta Nunca falta alguien así, de Jimmy Hatlo, sobre los absurdos humanos, y la deportiva con las proezas del Cabinho atlantista. El resto se lo daba a mi padre, que iba desplegando el papel con la cara del hombre que está por atacar langostas, camarones y demás viandas suculentas.

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Creo que lo embelesaba la abundancia informativa.

Pero otros días, el hijo único de padres divorciados andaba un camino distinto, el del Unomásuno. A ese me conducía mi mamá, que en la colonia Viaducto Piedad leía aquel diario amistoso y portátil. La ruta hacia él era corta: caminaba 50 metros hasta llegar al puesto de Av.Coruña. Aunque carecía de sección de chistes y la parte deportiva era una desgracia, había un aliciente para comprarlo. Don Panchito me entregaba el periódico y retribuía la lealtad con un “te dibujo tu pollito”. Sacaba su pluma de la oreja, yo le extendía la mano y con un trazo simplísimo me dibujaba en el dorso un pollo pequeñito. Tú te llevas tu Unomásuno, yo te dibujo tu pollito, era el acuerdo que respetábamos siempre, de hombre a hombre. Él sonreía y yo, satisfecho, llevaba en mi piel eso que significaba no sabía bien qué, pero que era algo más que un ave dibujada.

Ayer, cuando el Departamento del Tesoro de EU denunció que ese diario lava dinero del narcotráfico, le pregunté a mi madre por qué lo leía. Creyó recordar que ese periódico, quizá como ningún otro, informaba las atrocidades que contra sus compatriotas cometía la dictadura militar argentina a fines de los ’70 e inicios de los ’80: el Unomásuno era una ventana hacia la cruenta verdad de un régimen que asesinó a 30 mil mujeres y hombres.

Yo, por mi parte, agradezco a lo que alguna vez fue el Unomásuno mi pacto con Don Pachito, eso que no entendía bien qué era pero que hoy, pienso, fue para ese niño una de las primeras muestras de lo que es la amistad.