Hola, soy el cínico en el Mundial que les escribió la semana pasada. Quizás me recuerden, pero para los que no saben mi caso: compré mi ida, para mi solito, al Mundial a mil ocho mil mensualidades y para que mi mujer no me la armara de pex, inventé que me lo había ganado en un concurso de la radio.
Bueno, pues les cuento que, la-neta-la-neta-la-neta, cuando compré mi viaje, sólo pedí para los tres primeros partidos, pues nunca creí que México fuera a pasar. Y ’ora ni modo de regresarme cuando ya estoy hasta acá, ¿no? Ni modo de no apoyar a los muchachos ahora que nos toca contra el más cañón de todo el Mundial, ¿no? O sea, se lo merecen. A pesar de que mi señora y niños me estén esperando en casa, ¿no? Aunque me gaste lo que no tengo, ¿no?
Además, a ustedes que no están aquí, no hay cómo explicarles lo cañón que es, cuando en medio del Brasil, en un estadio cualquiera, ponen el himno nacional y se escucha a todos los compatriotas cantar a coro. ¡Retiembla el estadio! ¡Parecemos locales! ¡Se te pone la piel chinita!
La cosa es que confieso, me estaba sintiendo culpable: mi vieja y chavos entre inundaciones por granizo y sin ayuda de nadie, y yo aquí, pasándola chido… Estaba en esa disyuntiva, y casi me regreso, es en serio. Pero fue cuando conocí a Don Esteban.
En el partido de Croacia contra México, para qué mentirles, me tocó un lugar de gayola bien culebra. No soy pretencioso ni mentiroso, era para lo que me había alcanzado, pues. Entonces, en el primer tiempo, aguanté y ni me quejé. Veía lo que podía en vivo y lo que no, a través de las pantallas del estadio. Pero luego, mirando con mis binoculares, me encuentro un lugar hasta adelante, casi primera fila, en esquinita para no torcerse el cuello; ¡estaba bien chido!
Fácil era de los 10 mejores lugares del estadio. Fijándome por varios minutos, me di cuenta que el lugar estaba —sí, aunque no lo crean— vacío y sin que nadie lo ocupara. ¿Cómo era eso posible? ¡Lugar de primera desaprovechado! La única opción que se me ocurría, es que al dueño del asiento, le hubiera dado diarrea y estuviera atorado en el desagüe, verdad de Dios.
Entonces, para el segundo tiempo, me apresté. Fui directo y sin titubeos al sitio. Y en el asiento de al lado, había un señor mas menos mayor, con una playera de México:
—Disculpe usted —le dije— ¿estará ocupado este asiento?
—Es de mi esposa.
—¡Ah! —suspiré desanimado— sucede que desde hace tiempo lo vi vacío y creí que desde acá podría yo ver el partido mejor. El viejo titubeó y creo que se compadeció de mi desilusión, al grado en que me invitó a ocupar el espacio a su lado y me explicó:
—Me llamo Esteban Raport. El lugar es de mi esposa. Llevábamos años planeando viajar a un Mundial. Por entes y mangas, nunca pudimos, ya sabe, lo posponíamos siempre. Hasta que por fin, hace dos años, pagamos el viaje por adelantado.
—En cuanto regrese su mujer del baño, me quito sin chistar —exclamé apenado.
—No se apure —me contestó triste. —Mi mujer falleció y por eso, el lugar está vacío. Siéntese. Seguro ella lo habría aprobado.
Me destrozó el corazón. Me lo hizo pedacitos. Yo de ojete acá solito, pasándola chido, y mi mujer, lejos y sola en tierras chilangas.
—Lo lamento mucho —le dije con toda sinceridad. En eso, cayó el primer gol de México y por la cercanía de la felicidad simultánea, le pregunté: —Oiga don Esteban, ¿porqué se vino solito teniendo estos lugares? ¿Cómo no se trajo usted a un hijo, un amigo, un compadre para aprovechar estos lugares?
—Porque ellos prefirieron ir al funeral, ¡¿lo puede creer?!
Sonreí. Le compré varias cheves y confieso que en ese instante, dejé de sentirme mal por mi vieja y mis chavos. Así que aquí me quedaré hasta las últimas consecuencias. ¡Vamos México! ¡Hagan que valga la pena la madrina que me pondrán cuando vuelva!
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