Fotografía: Cortesía
¿Cuánto te cuesta convivir? ¿Cuánto gastas? ¿Te imaginas salir sin avisarle a alguien? ¿Sin cargar el teléfono? ¿Sin un peso en la mano?
Salir es caro. Es costoso. Resulta menos atractivo cuando se toma en cuenta la comodidad y confort que se pueden construir con la cantidad correcta de dinero según las necesidades. La convivencia es cara, es costosa. Por eso a las personas en prisión se les premia con tiempo medido y negociado de actividad restringida y vigilada.
La pandemia nos enseñó que vivir en encierro enferma la mente de cualquiera, por eso el peor castigo que hemos imaginado es la cárcel.
– Es que no sabes, me cuesta montones. No como a ti, pero me cuesta, dice mi compañía, mi espejo, mientras la incomodidad de mi reclamo por su ausencia se acumula en sus fosas nasales.
– Es que no se te nota y no lo dices, nomás desapareces.
Lo digo como si de verdad desapareciera. Como si esos días de silencio atípico no hubieran estado llenos de presencia indirecta, esa que nos mantiene la adicción a las pantallas, esa que encarece el costo de convivir. Claro que no se desapareció, claro que ahí estuvo, si vio mis stories y vi las suyas. Si sé a qué le damos like y por qué y elucubramos qué se publicó por qué y si es lo que asumimos o no.
Desaparecer es el precio más caro más costoso que pagamos.
– ¿Modo avión? Pregunto señalando el reloj y mostrando mi teléfono donde un aeroplano blanco, suspendido en un fondo naranja recuerda una justificación para suspenderse entre las nubes, que hoy en día ya no se sostiene. Hace pocos años no podías hablar encender un equipo de telecomunicaciones mientras cruzabas los cielos entonces, el fabricante de los equipos juzgó prudente que tuviéramos a la mano una manera de ahorrar gasto de batería y datos. Hoy, ni un avión nos regala la posibilidad de estar offline.
– Apagado. Modo Trabajo, dice su equipo. Es la única justificación aceptable para no responderle a casi cualquiera que preguntara.
Apagados del mundo que inventamos en esos aparatos, desaparecemos de quienes nos asumen online, de quienes han reclamado que no lo estemos, de quienes podrían preocuparse por ello.
Andamos unos pasos y entramos donde la desaparición encontró consuelo en el arte.
La Galería Metropolitana UAM expone Performatividades de la Búsqueda es una colección de memorias textiles, auditivas, pictóricas, textuales de las voces de quienes buscan siempre a quienes desaparecieron.
Nos reciben pañuelos con nombres, fechas y lugares donde les vieron por última vez. En el piso unas huellas marcan por donde seguir el camino de los nombres y rostros que representan a quienes no están, desde las heridas de quienes quedaron.
No han dejado de buscarles y mientras lo hacen han escrito con hilos, pintura, sobre zapatos, sobre tela, sobre monumentos, con sonidos acumulados en nubes de información compartida donde podemos escuchar una herida abierta que nos es familiar a toda persona capaz de amar:
¿Dónde estás?
Busco entre cientos, nombres familiares y todos me lo parecen.
En los 90 conocí el Museo del Holocausto en Washington DC. Nos recibió una pila de zapatos rescatada de Auschwitz. Mi compañía, mi espejo, me recordó entonces, al contemplar la soledad representada en cada zapato encontrado, que ni eso tenemos de los desaparecidos en México.
21 años después, al cierre de 2022, sumamos 109 mil pares de zapatos.
¿No te recuerda a las imágenes del holocausto? Asienta y pregunta: ¿detrás de las desapariciones está la trata? ¿O es el narco? La trata y el narco, lo mismo, respondo con desdén. Detrás de las desapariciones está la corrupción, la codicia, la impunidad.
Caminamos mientras los rostros y nombres de quienes no sabemos dónde están cubren las paredes, en telas sublimadas con flores.
– Entonces, desaparecen personas y las drogan para usarlas hasta que sus cuerpos resistan, desaparecen vientres gestantes para vender humanos nuevos a quienes compran una idea de familia, secuestran hombres y mujeres fuertes, resistentes, porque se necesitan cuerpos en todos los frentes, desaparecen gente porque es tan fácil que es rentable.
Caminamos por calles gentrificadas donde no se siente que se extrañe a nadie. Con helado en mano, nos sentamos en una banca a ver al sol desaparecer en el horizonte lleno de edificios, cables y smog.
Desaparecemos con la tarde.
– Me avisas que llegas por favor.
– Yup, ya me puse online.
Asienta. Y a la distancia, que sale cara en ansiedad, en miedo racional, tangible, respirable en cada metro de esta ciudad llena de nombres sin localización, recordamos la suerte que tenemos de saber dónde estamos.
Maríaisabel Mota es chilanga, cuarentona, crazy cat lady y publica sus piensos desde 1993, cuando para leer opiniones había que ir a la esquina a comprar el periódico.
En este espacio comparte lo reflexionado sobre ser paciente de carrera y lectora compulsiva. También puedes leerla en El DepreBook, crónica de una paciente de carrera.
Maríaisabel Mota es chilanga, cuarentona, crazy cat lady y publica sus piensos desde 1993, cuando para leer opiniones había que ir a la esquina a comprar el periódico.
En este espacio comparte lo reflexionado sobre ser paciente de carrera y lectora compulsiva. También puedes leerla en El DepreBook, crónica de una paciente de carrera.