El país tenía entre su población a 22 mexicanos menos, liquidados por militares en el municipio de Tlatlaya el pasado 30 de junio y, presuroso, el gobernador del Estado de México, Eruviel Ávila, justificó al día siguiente la acción: “El Ejército en legítima defensa abatió a los delincuentes”. Dijo “legítima”, es decir, actuó conforme a las leyes. Dijo “defensa”, o sea, para protegerse del ataque de otros. Y, sin dar pruebas, los llamó “delincuentes”: escoria asesinable, humanos prescindibles que habían caído en un enfrentamiento.
Con tres palabras, Eruviel exoneraba al Ejército por la muerte de 22 y pedía a sociedad, medios y gobierno federal olvidar el asunto, creer como en acto de fe que el operativo fue “legítimo”, un enfrentamiento “en defensa” y contra “delincuentes”. Es probable que le creyéramos.
Días después, el periodista Pablo Ferri se puso a leer noticias para comprender la matanza. “Y un día, rastreando los medios de Guerrero, vemos (en la revista Esquire) que hay unas declaraciones del alcalde de Arcelia, municipio cercano a Tlatlaya pero en el estado de Guerrero, que dice que uno de los muertos es una niña del pueblo que se llama Érika. Claro, se nos enciende la lucecita”, contó el reportero a Carmen Aristegui.
La “lucecita” lo condujo a Arcelia, donde encontró a Julia, sobreviviente de la matanza. Lo que la Procuraduría General de la República, el Ejército, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y el gobernador juntos no quisieron saber con sus monstruosos aparatos de justicia, lo supo un reportero: en la narración de lo sucedido hace tres meses -enriquecida por orificios de bala rodeados de sangre en un muro de la bodega donde la gente murió-, Julia desdijo la versión oficial: hubo un fusilamiento. Al parecer, Eruviel nos mintió: el Ejército no mató en defensa ni legítimamente ni en un enfrentamiento (y vaya a saber si eran “delincuentes”) sino en un fusilamiento para el que no medió juicio y pagado con dinero del gobierno (dinero nuestro); un fusilamiento como los que arrancaron la vida a Hidalgo, Maximiliano, Allende, Iturbide, Carrillo Puerto o Felipe Ángeles, sólo que en el 2014.
Forzada por el escándalo público, la PGR acaba de detener a tres militares. ¿No podía hacerlo antes? ¿Por qué cumple su misión hasta que un reportero les hace el trabajo? Y otras dudas son más inquietantes: una cosa es que el fusilamiento de Tlatlaya haya sido una maniobra insólita, un inédito arranque de locura de un grupo de militares. Otra, que fusilar sea un viejo método oficial que nos ocultaban.
Es decir, acaso el Ejército reinstauró desde hace tiempo la pena de muerte. Y nosotros, ni enterados.