Como Teléfonos de México o Imevisión hace años, el camellón de la vuelta de casa ya se privatizó. Sigue lleno de basura y aún es un terregal en el que el pasto ralea (salvo en verano, cuando muta a ciénaga y alberga la última resistencia del ajolote ante la extinción) pero resulta que tanta porquería y tanta aridez son culpa, ahora, de un patrocinador. Vaya: el único cambio perceptible con respecto al pasado es que en mitad de la desnudez vegetal del camellón apareció ahora un letrerito de lámina que asegura: “Este espacio urbano es mantenido por Sartenes Martínez, más limpieza y más sabor”.
Es posible que la oficina que decidió concederles a los publicistas de la sartenería de marras el derecho a anunciarse así, a cambio de una bagatela como echarle abono al zacate (y que permite, además que ni siquiera eso llegue a suceder y el camellón esté hecho un páramo), sea manejada por un tipo que piensa que el Estado debe salirse de todos los asuntos públicos que pueda a la mayor velocidad posible y dejarlo todo en manos de particulares.
Esa idea es tan popular en México que la comparten por igual columnistas de lentes y saquito y con muchas ganas de salir de pobres, líderes empresariales y políticos y hasta el taxista que, hace unos días, me llevó del Zócalo al aeropuerto, un tipo de bigote prusiano y alrededor de cuarenta años de edad en el lomo, a quien le valió gorro el tácito acuerdo de que si uno lleva puestos los audífonos es porque no tiene ganas de platicar con el conductor: “Es un relajo ese aeropuerto, ojalá que ya lo privaticen”, me dijo, apenas informado de nuestro itinerario, y para abrir boca. Cuando lo felicité porque su deseo se había cumplido, al menos parcialmente, desde 1998, se limitó a bufar. Su siguiente comentario fue que deberían privatizar Viaducto y el Circuito, para ver si con eso se esfumaban por los aires los doscientos mil automóviles que nos rodeaban. En su inmensa mayoría privados, le reviré. No le importó. “Nomás que les pusieran casetas cada dos o tres kilómetros y a ver quién volvía a salirse de su casa nomás para embotellarnos al resto”.
De la misma opinión es un conocido, gran cínico, que se pasa las mañanas metido en internet tras el rastro de las diferentes convocatorias de “apoyos”, “fondos” y “recursos” para empresarios que, a fondo perdido o con intereses dignos de un padre que le presta a su hijo para comprarse una casita, se le proporcionan a sujetos que fingen crear empleos y que, más frecuentemente, se embolsan el cheque y se van de vacaciones a Colorado para esquiar.
“Si la regla es que no hay que devolver el dinero ni comprobar que se crearon empleos, se vale”, sostiene él. Que, desde luego, es uno de esos que piensa que las becas de Conacyt o Conaculta son “regresivas” y que mejor deberían darle ese dinero a quienes “van a ponerlo a trabajar”. Total, el esquí alpino es una chamba como pocas.
(ANTONIO ORTUÑO / @AntonioOrtugno)