Me da miedo la oscuridad.
Desde pequeña.
Los espacios amplios, sin iluminación, donde murmuran sombras, humores y posibilidades.
#quémello
Me dan ganas de esconderme. O de hacerme invisible, para que los males y malosos se escurran hacia un más allá. Aunque eso sí, hay de oscuridades a oscuridades.
Atrapada en un sueño donde te persiguen para volverte zombie… pues no puedes más que tratar de despertar. Y luego ir a terapia o tomarte un #GüisquitoNecesario. Si estás acampando y de noche despiertas porque te oprime la inmensidad de una oscuridad con repliegues… pues no puedes más que abrazar lo abrazable, y musitar perdones divinos [ahí a veces también ayuda un #GüisquitoNecesario]. Hay oscuridades que no están bajo tu control. Y esas las tengo asumidas. Pero hay otras que me tienen profundamente encabritada.
Haga usted, querida lectora, querido lector, el siguiente ejercicio: espere a que oscurezca y preste atención a su alrededor. ¿Cuántas de las calles por las que usted circula están a oscuras o a media luz? ¿Cuántos de los callejones por los que debe pasar son auténticas cuevas de lobos? ¿Cuántas casas, edificios, vecindades, tiendas… tienen iluminación externa puesta ahí por los habitantes del lugar (dado que las luminarias públicas están fundidas o son inexistentes)? ¿Sumó, restó y multiplicó? Estoy segura de que, salvo que esté usted circulando por las zonas privilegiadas o destacables (es decir, esas que queremos mostrar al mundo mundial para que vean qué bonitos somos), habrá registrado infinidad de espacios públicos que de noche, son un monumento a la oscuridad.
Y sí, esa oscuridad es la que me tiene profundamente encabritada.
Yo vivo en un lugar en el que ya decidimos cooperar para tener luz en la calle. La coperacha, pues. Hartos de asaltos y de robos -en una calle que de día es una vía arbolada y de noche un serpentario de sombras-, pusimos luz externa de intensidad respetable. Bueno, ya hasta parecemos farola iluminando a la patria. Claro, la luz la pagamos nosotros. Y no sé si eso ha disminuido los asaltos, pero por lo menos nos sentimos más cobijados.
Otra opción es tupir a tuitazos a los delegados y hasta al Jefe de Gobierno, para que cumplan con la promesa de “luminarias para todos”. Sólo que luego la inspiración se les acaba: ponen luz en dos cuadras, pero la tercera la dejan a oscuras. Para que no nos aburramos, me imagino. Y vuelve la tuitiza para pedir, rogar, exigir que la iluminación se extienda.
Pareciera que lo que narro es un asunto un tanto trivial, estando –como estamos– entre tanto problema complejo. Pero es bien sabido que cuando se hace la luz, hasta las penas se vuelven amables.
¿O no?
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(GABRIELA WARKENTIN)