Una de las personas más desesperantes que conozco navega por la vida con bandera de puritano. Pero no uno de esos de quienes nos reímos bajo el apodo genérico de “mochos”, esos que se persignan espantados ante los matrimonios entre personas del mismo sexo, el amparo de la mariguana o los melenudos. No: este es un puritano diferente, aunque no menos radical y crispado.
El puritano de marras, un tipo verdoso, con una sonrisa helada que se parece a la de Fumanchú, tiene una única opinión: que el dinero lo pudre todo y es la pezuña del Maligno. Y la adapta a cada circunstancia bajo el sol: si el futbol es malo es porque los jugadores solo piensan en cobrar (lo dice por los Pumas o las Chivas pero idolatra a Messi, quien como bien sabemos regala sus goles); si la película que fue a ver no le gustó, la culpa es de Hollywood y sus necias ambiciones taquilleras (eso sí: nada le impide aplaudir al multimillonario Von Trier), y si se entera que alguien intenta promover y cobrar por su trabajo, expele con desprecio el aire que enfanga sus pulmones (ese peculiar sonidito de “tsssssss”) y lo tacha de mercenario. Así cómo vas, mijito.
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Claro: todo buen ejemplar de puritano de esa clase se trata de alguien que no da golpe y cuyas preocupaciones monetarias, sin embargo, no existen. ¿Por qué? Porque es un mantenido. Uno de esos a los que un padre, cónyuge o padrino de buenos ingresos se da el gusto de solventarle los caprichos y ponerle a los pies domicilio, automóvil, vacaciones y vueltas al mundo. La idea de “sobrevivir”, a la que la mayoría de los mortales tenemos que aferrarnos (por eso, cuando nos preguntamos cómo nos ha ido, recurrimos a esas frases planas de “pues acá, dándole”, “pues chambeándole, qué remedio”, etcétera), no tiene ninguna importancia para él. Peor aún: significa que quienes la ponemos en práctica todos los días no somos sino pobres diablos. Vendidos, esclavos, vasallos, Godínez. Todo el arsenal de epítetos que su aristocrática posición le permite.
Aunque apele a un lenguaje revolucionario en sus arengas, el puritano de marras no tiene un pelo de “popular”. En la práctica, se siente un noble desterrado entre esbirros. La comida, la música, la ropa, los intereses de la mayoría le resultan una afrenta. Ni siquiera los discute: los deplora. Imagina a los demás como hormigas. Habla de ellos como quien descubrió termitas en la mesa del comedor. Todo, of course, por cortesía del papá o mecenas que carga con los gastos del chistecito.
No le deseo el mal al puritano. Lo digo con sinceridad. Sólo le deseo que despierte una mañana sin patrocinios y no le quede más remedio que ponerse a trabajar. A ver si para la tarde sigue tan archiduque.