Casi no hay recuerdos de mi niñez o de mi adolescencia en la que no esté presente Francisco Javier Guerrero Zarur, mi primo.
Aquellas vacaciones, aquel viaje, aquellas fiestas a las que fuimos juntos… Apenas ayer me desvié de mi ruta normal para pasar por el departamento en el que vivía en la calle de Tuxpan, en la colonia Roma, a dos cuadras del hospital Dalinde.
Déjenme contarles: Javier era hijo de una prima de mi mamá, pero ambas han sido siempre tan cercanas, que cualquiera hubiera pensado que eran hermanas. Así que Javier no era un primo cualquiera.
Además, vivíamos cerca, teníamos casi la misma edad y pasábamos tanto tiempo juntos, que en realidad crecimos como hermanos.
Me acuerdo, por ejemplo, de aquel largo viaje que hicimos juntos a Acapulco, él y yo con su papá, en unas vacaciones de verano. ¿Cuántos años habré tenido? Quizá 8. O cuando nos acompañó a Veracruz, la única vez que nos hospedamos en el hotel Mocambo.
Los viajes a Arcelia, Guerrero, en aquellos tiempos en los que todos éramos parientes en ese pueblo, hoy –aprovecho para volver a decirlo- territorio ocupado por el narco y donde no queda nadie de mi familia, porque han preferido emigrar.
Pero no me distraigo. Menciono a Arcelia, mi tierra, porque ahí podíamos pasear por todo el pueblo, sin la compañía de ningún adulto. En todas las casas te recibían. Me acuerdo que pasábamos horas leyendo comics viejos en un puesto del centro, dedicado a rentar revistas, y que manejaba una ahijada de mi abuela, que por supuesto no nos cobraba.
¿A cuántas fiestas habremos ido juntos, en esos primeros años de adolescencia? El ya tenía 16 y le prestaban el coche, un Dodge Dart color crema. Yo tenía 15 y todavía no arrancaba la década de los 80. Eran los días de los pantalones acampanados y de canciones como “I will survive”, con Gloria Gaynor, o “Boogie Wonderland” de Earth, Wind and Fire.
Éramos bien-portados. Imaginen: fiestas sin alcohol, en las que podíamos pasar horas tratando de juntar valor suficiente para bailar con alguna invitada, casi nunca con éxito, debo confesar.
Y aquella vez…
Podría contarles muchas más, porque llevo días sumido en los recuerdos. Pensando en Javier y todo lo que vivimos juntos. Pensando en él y su familia: una esposa, tres hijos -el mayor de 11 años-, su mamá, sus hermanas.
Días juntando esos recuerdos con mi coraje y mi dolor, porque Francisco Javier Guerrero murió el 17 de septiembre pasado, después de un largo, largo secuestro: más de 80 días. ¿imaginan lo que puede vivirse -él y su familia- en esos 80 días?
Y todo para que finalmente lo mataran sus captores, aun cuando su familia pagó el rescate.
Javier, que llevaba una vida en paz, fue secuestrado en Cuernavaca, donde vivía desde hace años, y a plena luz del día.
Hasta el momento, no hay detenidos. Y el caso ya está en manos de las autoridades federales y locales, signifique eso lo que signifique.
Llevo años escribiendo y publicando notas sobre casos parecidos. Cifras, historias, críticas. Hoy, de la peor forma, puedo comprender la dimensión del dolor de las familias que he tratado de reflejar en los textos que publico en Animal Político, seguramente sin tino.
Porque ahora tengo todavía más claro que a ese dolor hay que sumarle esa sensación de impotencia por no haber podido evitar su muerte, la pregunta de por qué lo hicieron, la rabia de saber que están impunes, la tristeza de entender que aquí se quedan sus hijos y que no hay forma de explicarles.
El dolor, pues, de saber que esto es México y su violencia desenfrenada.
Qué forma de unirme –unirnos mi familia y yo- a la larga lista de víctimas, porque eso somos también los que nos quedamos.
Por todo eso, hoy les pido que me dejen sólo exigir una cosa: justicia para Francisco Javier Guerrero Zarur.
Que su muerte absurda no quede impune.
(DANIEL MORENO CHÁVEZ / @dmorenochavez)