Con las piernas encima de su escritorio sobre montañas de viejos diarios Esto, Ovaciones y La Afición, mi primer jefe pidió que su redactor en servicio social se presentara en su oficina.
“Te llama Alejandro”, me dijo Margarit, hombrón de 150 kilos cuya mente admirable registraba todos los datos de la NBA desde 1946, y que con una Coca-Cola de 2 litros, gansitos, pingüinos y demás alimento orgánico se mantenía despierto para enviar cables toda la madrugada.
Dejé la PC donde me exigían refritear notas para que nuestra agencia, Notimex, las vendiera como propias a los medios nacionales, y esa noche de 1997 vi a los ojos a mi jefe (en realidad, en primer plano vi sus suelas).
“Cubres mañana Toros Neza-Cruz Azul. No escribas mamadas”, me dijo. Pese a su tono, quise abrazarlo: al fin alguien me extirpaba de la asfixiante redacción para arrojarme al mundo, para que sintiera la brisa del Estadio Neza, horriblemente encantador, cuyo césped pisé orgulloso a mis 22 años con mi gafete de prensa y el corazón retumbando.
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Instantes antes del final del partido, el árbitro expulsó al argentino Federico Lussenhoff. Cuando vi la tarjeta roja bañada por el sol, su alba melena agitándose al grito de “¡la reputa madre que lo recontra mil parió!” y su paso resignado a vestidores, corrí al túnel y lo intercepté. A gritos, descargó sobre mi grabadora: “El futbol mexicano es imposible. Me expulsan todo el tiempo por cualquier cosa. Hoy fue mi último partido, me voy de este país”. Se fue a duchar y en cuanto el encuentro acabó volví a correr, ahora tras el técnico. Le puse enfrente la grabadora: “Señor Ojitos Meza, Lussenhoff me acaba de informar que se va de México. Está harto de que lo expulsen sin razón”.
Con calma monástica ante el ansioso aprendiz de reportero, contestó: “Yo a ti te creo, pero no sería ético decirte algo sin antes hablar con Federico para que recapacite”. Pese a la derrota, pese a la sublevación de su jugador, se despidió cortés con una sonrisa. En segundos me había dado mi lugar como reportero, le dio su lugar a Federico como jugador y a él mismo como autoridad. Yo volví a la redacción con la alegría de haber estado un momento con un hombre bueno.
Este martes vi al Ojitos llorar como un niño, quebrado por la emoción en la ceremonia que lo unió al Salón de la Fama a sus 67 años, ya con una cara que es un mapa hidrográfico de arrugas. Repartía responsabilidades –él no era responsable- de sus éxitos, desde su esposa a sus jugadores.
Hace tiempo, un amigo periodista me contó que le preguntó al Ojitos su fórmula para ganar tantos títulos. La respuesta fue: “Hago que mis jugadores me teman, me crean y me quieran”. Ignoro qué le dijo el Ojitos a Lussenhoff ese miércoles de hace 18 años, pero el futbolista siguió jugando. En México.
Imagino que oyó a su técnico y recapacitó: le temía, pero le creía y lo quería.