Que no descansen en paz los trabajos de Guillermo Tovar de Teresa, que hoy lucen tristones (y más caros) en el librero. Que continúen respirando como los de Sigüenza y Góngora, el padre Clavijero o Fernando Benítez. Que se apunten en sus páginas –autógrafo metafísico– las últimas palabras que redactó en su muro de Facebook: “Procuro cultivar mi espiritualidad (…) de manera ecléctica, pero procurando situarme en el silencio en la mayoría de las veces”.
A partir del domingo, me parece reconocer ese silencio en el ejemplar rústico de Noticias históricas de la delegación Miguel Hidalgo (1976) que hay sobre mi mesita de noche. Se trata, lo siento así, del mismo silencio que, de sonar, semejaría a las canciones de ragtime que últimamente compartía Guillermo en su red social favorita. (Los que lo conciben entre puras antiguallas, lejos de los siglos XX y XXI, serán los que siguen refiriéndose a él como “cronista de la ciudad”, título que se sacudió en 1986: “Conservar la figura [del cronista de la ciudad] es un anacronismo, o bien un cargo político, y a mí no me interesa la política”, me dijo en una entrevista reciente.)
El silencio también ha tomado su casa en la calle de Valladolid: repasa los retratos de los antepasados, acaricia las flores blancas en los jarrones, contempla como un gato el “páramo de espejos” (como llamó Gorostiza a la inteligencia) que es la biblioteca de dos pisos. En junio estuve ahí. No sé por qué se me ocurrió preguntarle cuál sería el destino de tantos libros después de morir. ¿Los donaría?, ¿alguien los remataría? “No lo sé, no me importa, supongo que terminarán en casa de los lectores, que es donde deben estar.”
La última vez que platiqué con Guillermo fue con el padre Julián Pablo. Coincidimos en la casa de Buñuel en la Cerrada de Félix Cuevas hará unos 20 días. Se habló de la estatua ecuestre de Carlos IV, de anécdotas del cineasta aragonés, de no me acuerdo qué más. Por eso cuando me enteré de su deceso, sólo pensé en tocar a la puerta del fraile dominico, vecino del Centro. Recordamos a su amigo y a mi maestro. En la tele vimos cómo ‘el Juli’ mataba un toro. Sentí tristeza por el animal. Pero al salir a la calle me encontré mejor.
Decidí que releería los libros de Guillermo Tovar de Teresa como hago con los salmos: no sólo en busca de inspiración, sino también para envalentonarme. Digamos La Ciudad de México y la utopía en el siglo XVI (Seguros de México, 1987) o el mencionado volumen sobre la delegación Miguel Hidalgo que escribió a los 16 o 17 años o ese del barroco mexicano, tan valioso y bonito. Es una lástima que sus libros escaseen y que el más famoso, La ciudad de los palacios: crónica de un patrimonio perdido (Vuelta, 1990), esté por los cielos. El domingo al mediodía, un vendedor en La Lagunilla quiso venderme los dos tomos a 3,000 pesos. “Es una súper oportunidad, créamelo.” No quiero ni imaginar cuánto costarán si vuelvo esta semana. Menos mal que ya los tengo.
Un libro que sí puede conseguirse con facilidad, ahora que lo pienso, es el de Xavier Guzmán Urbiola que se presentó hace dos meses en Casa Lamm. Se llama Guillermo Tovar de Teresa: bosquejo biobibliográfico (DGE/Equilibrista, 2012) y su lectura debería importarle no sólo a los interesados en la historia y el arte de la capital mexicana, sino a cualquiera que desee conocer de frente a un rey para nada tuerto, pero sí en un país de ciegos. No descansemos en paz. Estemos al nivel.
(JORGE PEDRO URIBE LLAMAS / @jorgepedro)