Un viernes por la noche desaparecen 43 estudiantes en Iguala, Guerrero. La policía los entrega al narco. La verdad histórica anula al país que hasta entonces conocíamos. El señor Monex, mejor conocido en las telenovelas mexicanas como Enrique Peña Nieto, sí tiene la culpa.
El sábado, un colega español descubre que una docena de civiles ha sido ejecutada ipso facto e in situ en Tlatlaya, Estado de México. El ejército se defiende: dice que los muertos eran secuestradores, que se lo merecían. La pena de muerte ha sido instaurada y Peña Nieto ve la serie La Rosa de Guadalupe.
El domingo sabemos que la corrupción viene desde Los Pinos cuando leemos que el constructor favorito del Grupo Atlacomulco le ha vendido a Angélica Rivera una casita de siete millones de dólares. Anuncio en horario triple A: No hay conflicto de intereses; la residencia ha sido comprada con el sudor de la actuación y del cinismo. Televisa Inc.
El lunes se publica que el secretario de Hacienda (pupilo digno de la sabiduría del señor Monex) tiene su propia Casa Blanca en Malinalco, Estado de México. Peña Nieto declara que se trata de una conspiración en contra de su gobierno. La culpa de todo la tiene Twitter.
El martes, otra colega nos cuenta que los federales (y también los militares) han seguido practicando tiro al blanco, ahora al estilo Michoacán. La matazón en Apatzingán es otro escándalo.
El miércoles le toca a Tanhuato sufrir la limpieza social del Estado.
El jueves vemos a la Gaviota comprando bisutería Louis Vuitton en Rodeo Street. Y en Hola! le dan la portada una y otra vez porque esa trama es mejor que la vida de Primera Dama.
El viernes sabemos de más secuestros, de más extorsiones, de más pueblos incendiados por los narcos, de más fosas y de todo eso que al gobierno se le ha ido acumulando como si fueran medallas. O esqueletos.
El sábado se fuga El Chapo Guzmán de un penal de máxima seguridad en —¿dónde más?— el Estado de México. El único alfiler que sostenía a Peña Nieto se fue por un túnel. El Chapo ha sido más rápido que el sonido y que la luz.
El domingo somos el hazme reír en el mundo.
El martes, salvo una empresa allegada a Carlos Salinas, nadie le tiene demasiada fe al petróleo con el que el gobierno decía que habría empleos y crecimiento económico. La reforma energética ha sido un fiasco.
El jueves, Peña Nieto y su señora se despiden de Francia, no sin antes enseñarnos que se odian entre ellos, aunque con la conciencia tranquila.
El domingo matan a un niño en Ostula, Michoacán, y hieren a otros cuatro. Son niños, chingada madre, escribe una amiga. Fue el Ejército.
El lunes amanecemos con el dólar a 16.30 y con la claridad de que aquella falta no era penal.
Es cierto que todo lo anterior no ha sucedido en dos o tres semanas, pero a veces a mí me lo ha parecido: todos los días, como capítulos de telenovela, sucede una desgracia. ¿Y todavía nos preguntamos por qué el Chapo está convertido en un héroe? No soy sociólogo ni antropólogo y los cuatro años que estudié periodismo no me alcanzan para escribir un tratado al respecto, pero en el barrio del que vengo aprendí a confiar más en los delincuentes que no ocultan nada.
Qué pinche año nos ha dado “señor Presidente”. Por eso hasta el pastel se le cae.