La reforma política del Distrito Federal (ahora oficialmente Ciudad de México) es quizá la reforma política más anticlimática, peor comunicada y menos popular que he visto en mucho tiempo.
Porque a ciencia cierta, y miren que yo llevo oyendo del tema desde mis tiempos en la Universidad hace ya un par de décadas, nadie entiende bien a bien para qué sirve ni qué beneficios tiene para los habitantes de la ciudad.
Habrá quien me diga, y con razón, que los avances democráticos no siempre son de origen por aclamación popular. Quienes en los 90, por ejemplo, peleaban por instituciones electorales independientes no tenían masas detrás de sus ensayos o textos, como tampoco era un tema de porras las demandas de transparencia y rendición de cuentas en el país, que dio vida en el sexenio de Vicente Fox al IFAI.
Es cierto, en México a veces va primero el proceso político y después viene la socialización del tema. Sólo que en este caso primero se cambió el nombre, se modificó la estructura administrativa, se convocó a la elección de un Congreso constituyente (a medias, porque buena parte llegará por dedazos), y sólo hasta ahora se tratará de explicar qué sentido tendrán todos esos cambios.
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Para algunos, y espero que tengan razón, las cosas cambiarán en unos meses cuando se empiece a discutir el texto de la Constitución local. Porque será en ese momento, o al menos eso creen, cuando se vea la oportunidad que esto representa al tener un debate más amplio sobre lo que es la ciudad, su vocación, los derechos de sus habitantes. Entonces, dicen, veremos un proceso de definición de la entidad que va a entusiasmar a muchos.
Me encantaría que así fuera. El problema es que los portavoces de todos esos temas serán los partidos políticos, funcionarios o legisladores, que no son necesariamente quienes mejor conexión tienen con los millones de chilangos (sí, chilangos, porque mexiqueños es como una raza de perro feo).
¿Puede cambiar este clima matapasiones que ha marcado la reforma política de la capital? Se ve difícil, pero se puede y se debe intentar, sólo que eso requiere construir ya no de arriba hacia abajo como se ha hecho hasta ahora, sino de abajo hacia arriba, desde las comunidades organizadas, desde los grupos de interés, desde la propia identidad de quienes viven en la Ciudad de México.
¿Podrá el gobierno capitalino conducir este ejercicio, y lo más importante, quiere que deje de ser un asunto sólo de políticos? Si la respuesta es sí, todavía están a tiempo, aunque para ser francos, la tarea se ve muy cuesta arriba.