Toda mi vida he soñado con representar a México en el mundial de fútbol. Vestir la verde ha sido un ideal que he perseguido desde mi niñez; levantarme en las madrugadas, sacrificios físicos y monetarios, no hacer lo que otros niños ni ir a fiestas por estar entrenando, es apenas una pequeña muestra de lo que tuve que hacer para un día ser convocado. Sí, desde siempre creí que todo valdría la pena por poder jugar un mundial a nombre de mi patria y ganarlo con sudor y sangre; coronarnos por primera vez como el Campeón del Mundo. Todavía estaba yo algo chico, pero en 1990 recuerdo este tristísimo episodio: no pudimos ir al mundial por descalificación por culpa de unos transas de la Federación Mexicana de Fútbol, que mandaron a jugadores cachirules al mundial sub 20 de Arabia Saudita un año antes. Lo recuerdo muy vivamente porque fue la primera vez que vi llorar a mi padre de vergüenza y coraje. No es para menos: unos burócratas estafadores nos robaron a la nación entera, una ilusión que sólo se presenta cada cuatro años… Vaya, crecí con ese fantasma en la cabeza. Por años en comidas familiares o con amigos, salía a colación el tema y hasta algunos hicieron por un buen rato, la tradición de mentársela a esos trácalas con la primera cubita de los domingos. Hoy vuelo en un avión de regreso a México y, como mi padre, ya lloré de vergüenza y coraje. Estoy deprimido. No lo niego. Tanto trabajar para llegar a un equipo mal conformado, inseguro, preocupado y que no puede dar resultados, me ha afectado de sobremanera. No hay peso tan grande que se iguale a cargar con la desilusión de tus compatriotas sobre los hombros. No lo hay cuando los miras a los ojos y observas cómo pierden esa poquita fe que les quedaba. Es para quebrarte el alma. Sé que muchos dirán que somos puro pan y circo. Esto va más allá. Yo al menos me siento muy responsable de un pedazo de la felicidad de los mexicanos que entre nuevos impuestos, asaltos, narcos, políticos rateros, desempleo y protestas, lluvias y miserias, miran con ilusión un partido que nos puede regalar algunas satisfacciones muy necesarias para estos días. Y además, no se les olvide a ustedes que nos repudian montados en un nicho de superioridad intelectual o a los que creen que somos distractores o moneda de cambio político, que hay muchos que tenemos la vida entera invertida en esto. La vida entera, les digo. Lo que más me afecta, es el hecho de que todos mis compañeros están igual que yo. Hay mucha preocupación. No hay liderazgo, no somos buen equipo ni la llevamos bien, apenas algunos convivimos o platicamos. Mucho ego suelto y lo peor es que algunos tienen tratos preferenciales. Las malas lenguas hasta dicen que tienen acuerdos con los directivos por los patrocinadores. No sé si eso sea cierto, pero lo que sí provocan es la desmoralización de todos. Y lo confieso: hubo un momento en el pasado juego en que imploré al cielo que se terminara ya el partido para no seguir padeciéndolo. “Salgan a divertirse”, nos repitieron hasta el cansancio. “No se presionen”, nos dijeron. Claro, es más fácil decirlo que hacerlo. Y los locutores en los juegos y la prensa especializada no nos ayudan. Nos crecen para luego dejarnos caer desde más alto y ver cómo nos destripamos con el golpe. Todos tenemos muchísimo estrés. No deseamos ser el hazmerreír nacional. Personalmente, lo último que deseo es que mis hijos me recuerden como parte del equipo culpable de no llegar al mundial de Brasil 2014. Es muy triste que nuestra oportunidad de pasar en último lugar se la debamos a un gol de los Estados Unidos. Ni por méritos propios. ¿Qué nos pasa? Si bien el primer juguete de todo niño mexicano es una pelota o un balón, nomás no logramos hacer una buena selección nacional. Carajo. A veces pienso que hubiera hecho lo mismo que Bravo y Vela: de plano prefirieron no jugar en esta selección nacional. Tuvieron buen olfato. ¿Y si no le ganamos a Nueva Zelanda por goliza? Nos harán trizas y con razón, porque ese es justo nuestro trabajo y para lo que fuimos contratados. No quiero ni imaginarlo.
(J. S. ZOLLIKER)