En la búsqueda de culpables, todos nos volvemos tantito paranoicos. O antipáticos. O ambos. Por eso serenos, y vamos revisando las rebanadas del pastel con calma.
Ya antes de las elecciones se había dado un debate interesante (sobre todo en redes sociales, pero salpicó también a otros medios) en torno a anular o no. Y siempre dije: yo no soy anulista. No creo que sea la forma de cambiar el sistema. Anulé porque no tenía otra opción. Pero respeto a los que creen que hacerlo funciona, como a los que argumentan que anular sólo ayuda a fortalecer… a los fuertes. Así las cosas en una democracia que se respete. Nada más que, llegados los resultados de ese 7 de junio, se destaparon los regañones profesionales.
Que si anular ayudó a que el PRI obtuviera los triunfos que logró, que si ayudó a que el PT perdiera (si es que termina sucediendo) el registro, que si permitió que Cuauhtémoc Blanco llegara a la presidencia municipal de Cuernavaca, que si afectó el desempeño del PRD en el Distrito Federal, que si que si que si. Puro manotazo como de institutriz decimonónica.
Si la cantidad de votos nulos (en algunas delegaciones del Distrito Federal, como la Benito Juárez, alcanzó casi el 8% del total de los votos) afectó a algunos partidos pequeños en su registro o benefició a algunos de los grandes en su conteo final, no es “culpa” de los anulistas. Si el PT, por ejemplo, nunca ha hecho nada por quienes decidieron anular ni ha sido una opción de gobierno, ¿por qué habría esa persona de preocuparse por la supervivencia de ese partido a la hora de sufragar? Vamos bajándole melodrama a la ecuación, y reconozcamos que cada quien puede hacer con su voto lo que le venga en gana. Se llama democracia.
Amanecimos el 8 de junio con la fotografía de una Ciudad de México mucho más plural y afirmada de lo que decían los comicios anteriores. Me parece una buena noticia. Ahora… hagamos valer esa pluralidad. Y dejemos de regañarnos tanto.
(GABRIELA WARKENTIN)