En la lejanía se agitan al viento cinco palmeras, la sospecha de un idílico paisaje veracruzano que no alcanzamos a ver. Y es que nos tapa la imagen en primer plano: en un terreno polvoriento, sin asfalto, se alzan unos cuartos de tabiques pelones con techo de lámina, una ventana con un cacho de lienzo como cortina y, al lado, basura, una llanta y una cubeta abandonadas. Un burro flaco ve hacia la cámara.
“La Casa de Goyo Jiménez”, titula sobre esa foto la nota web del diario El Piñero de la Cuenca. Ahí, en una laguna pantanosa de Villa Allende se asientan 20 familias. Una era la de Gregorio, su esposa y cuatro hijos. “El agua potable no llegaba (…) Goyo, el reportero, el fotógrafo, acarreaba temprano, con ayuda de una carretilla unas 30 a 40 cubetas de agua”, narra esa crónica, y explica cómo él y su esposa ganaban unos pesos extra: “Compró un burrito para las fotos con niños”.
En Provincia -Veracruz a la cabeza- hay periodistas cuyos sueldos los hunden en vidas infrahumanas. Para colmo, las mafias clandestinas los combaten con sangre; y las otras mafias, las públicas, de corbata y mancuernillas, los intentan aniquilar con la inacción de la Justicia.
Después de ver la fotografía de la casa de Goyo, me fui a dormir. Por la mañana prendí la radio: Gina Domínguez, vocera del gobierno de Veracruz, decía a Noticias MVS que el móvil del crimen del reportero seguramente era –de acuerdo a investigaciones supersónicas- un lío de familias. Una hija de Gregorio tuvo una relación sentimental con el hijo de Teresa Hernández, dueña del bar El Palmar. Los “consuegros” discutieron, cruzaron guamazos y ella lo amenazó de muerte.
Cuando el cadáver de Goyo apareció junto a dos cuerpos más, el veloz gobierno veracruzano detuvo a Teresa, quien también veloz confesó haber pagado 20 mil pesos a cinco sicarios para matarlo, relató la vocera a Carmen Aristegui y, políticamente correcta, aclaró -acaso para evitar que la periodista le hiciera preguntas incómodas- que no se descartaba como móvil la profesión de Goyo. Pero todo indicaba, recalcó, que era un simple lío de familias. Su mensaje era: “Fin. Caso cerrado. A lo que sigue”.
La entrevista concluyó y de inmediato entró al aire el periodista Gregorio Hernández -amigo y colega del fallecido-, que precisó: Goyo estaba investigando el secuestro de Ernesto Ruiz Guillén -líder regional de la CTM- y sobre ese hecho había publicado notas en Notisur (una de ellas titulada “Se lo ‘tragó’ la tierra”).
Y aportó algo más: en la fosa de Las Choapas donde arrojaron a Gregorio estaba el cadáver de Ruiz Guillén. El investigador de un secuestro y el secuestrado, juntos y muertos. ¿No que lío de familias? Aunque la coincidencia era sospechosa, la funcionaria -acaso para que no se desbaratara su teoría- minutos antes había omitido ese dato.
Por eso, al instante Aristegui intentó hablar otra vez con la vocera. Ella, desde luego, no quiso.
El viernes, Sindy, hija de Goyo, declaró al Juzgado Tercero que Teresa sí amenazó a su padre pero por un artículo sobre un apuñalado en su bar: “¿Te acuerdas de la nota que sacaste? –habría dicho- Te la tengo reservada; conozco a los zetas y te voy a mandar matar”.
¿Lío de familias? La causa del asesinato se complica y merece investigarse. ¿Pero cómo pedir eso al gobernador Javier Duarte -en cuya gestión es asesinado o desaparece un periodista, en promedio, cada 85 días-, si en su gobierno a los periodistas los matan por líos de familias?
Si es un lío de familias, Duarte “se salva”. Y como lo importante es que Duarte se salve, la monstruosa amenaza contra miles de periodistas, el destino de Gregorio, el dolor de sus hijos y su viuda, lo tienen sin cuidado. Que el gobierno salga limpio. A los periodistas con casas de tabique y techo de lámina que en el desamparo cumplen su riesgosa misión investigando lo que el gobierno no, que Dios los tenga en su gloria.
Y ahora, repitamos juntos: “fue un lío de familias-fue un lío de familias-fue un lío de familias”.
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