Ya no los hacen como antes. Los de antes no teníamos iPads para no aburrirnos mientras nuestros padres hacían sobremesa en un restaurante. Sobremesa: ese sinónimo de la tortura. Mil horas mirando adultos hablar y hablar y fumar y beber, mientras tú aprendías a desarrollar la paciencia o la psicopatía.
A los chicos de ahora, en cambio, esas sobremesas con iPad les dan habilidades en la resolución de problemas. Llevaba yo seis o siete días intentando pasar un nivel en un video juego. Se lo mostré a mi hijo, ocho años, seguro de que no podría. “Si logras pasar sin que te atrape la araña gigante serás mi héroe”, le dije con total superioridad. Diez minutos más tarde, no sólo había matado a la méndiga araña; ya iba mucho más adelante. “Soy tu héroe, papá”, dijo con nobleza.
Pero si algo parecido a la justicia divina existe, a diferencia de los de ahora, hijos de padres paranoicos, los de antes podíamos decir “voy al parque” y nos largábamos, y nadie se preocupaba por nosotros. No necesitábamos un chaperón adulto. Y comíamos porquería y media sin vigilancia, y nos enfermábamos más, pero estaba bien visto.
A los niños de antes, dos o tres nalgadas bien dadas y eso era pedagógico. Pudieron haber puesto a cualquier colegio “Instituto Pavlov” y los padres hubieran hecho fila para inscribir ahí a sus vástagos. En mi escuela secundaria el director, en la junta de primer ingreso, mostró a los papás el garrote disciplinador. Lo llamaba Gertrudis y lo azotaba con fuerza y pericia contra los glúteos de los chicos problemáticos. Ningún padre de familia jamás le discutió el método, que yo sepa.
No imagino siquiera darle un coscorrón a mi hijo. Vamos, las dulces abuelitas en mi época eran las que daban coscorrones. Y los profesores jalaban de las patillas sin el menor recato. Es posible que ahora ni siquiera usen la palabra patilla. Soy el primero en celebrar que esa época oscura y violenta haya pasado para muchos de los niños modernos. Ahora ellos tienen tan consciente la palabra bullying, que incluso poseen más herramientas de las que yo tuve para contrarrestarlo.
Pero hay cosas que no cambian. Entrevisto a mi hijo y me entero que siguen repartiéndose turnos por el democrático zapatito blanco, zapatito azul. Siguen solicitando tregua con la fórmula mágica del “pidos” y que la “bas” aún se “quema” a la de tres. Para acusar a otro niño con un adulto, siguen mostrando la palma de la mano. Siguen cantando cada vez que saludan a la maestra: “bueeeenos díaaaas” y, si salen de paseo,“acelérele chofer, acelérele chofer, que lo viene persiguiendo la mamá de su mujer.” Les gusta mucho el futbol, pero poco les importa el Chepo. Al igual que nosotros en su momento, sus preferidos son los chistes escatológicos y no entienden casi nada del dinero.
Grü, el villano favorito, dice a la pequeña Agnes: “No crezcas nunca.” Eso mismo pienso cuando le doy a mi hijo su beso de buenas noches.
(FELIPE SOTO VITERBO)