Réquiem por una casa

¿Quién no recuerda la casa de su infancia y ha vuelto a ella algún día?

Lo hice una tarde reciente y el corazón se me nubló.

Muchas veces pasé frente a ella y había observado con nostalgia la elegancia ruinosa de Chihuahua 120, en la colonia Roma. Años atrás me detuve frente a la reja alta como de cárcel a mirar la casona de tres niveles, sótanos y terrazas. Una vez quise saltar el muro, pero me detuvieron las fauces de dos perros pastor alemán.

Un sábado de diciembre volví a ella. No estaban los perros.

 

***

Cuando visito la colonia Roma me sucede algo curioso: la conozco de toda la vida, pero cuando la veo no la reconozco como no reconocería a mi tía después de una cirugía plástica. Cuando entro al restaurante Sobrinos de Álvaro Obregón, me provoca pedir unas aspirinas: en la barra, antes estaba el mostrador de la Farmacia Roma. En el Limantour siento deseos por ordenar un coctel de chocolates Turín, que hace años se vendían ahí, y en El Parián, el pasaje de vitrinas relucientes con sacos de diseñador, creo ver a las marchantas vendiendo frutas y verduras, como a finales de los años 70.


La Roma es un barrio lindo y alternativo de restaurantes, librerías y cafés, aunque en sus calles encuentres cada vez menos casas antiguas, y con más frecuencia esas torres departamentales grises, desinfectadas e impersonales de edificios nuevos, ocupados por parejas jóvenes que se mudan porque vivir aquí es cool, mientras agobiados por las rentas a la alza los viejos vecinos se despidieron del sitio donde vivieron toda su vida.

Para florecer, una parte del vecindario debió morir.

Hace años que los vecinos vendieron o dejaron las casas que rentaban. Se fueron Don Toño, dueño de la paletería en la esquina de Chihuahua y Orizaba –donde ahora hay una casa de jugos orgánicos– y Miguel, el carpintero de junto, que cedió su espacio a un bar. Unos pasos hacia el norte, lo que antes era una privada de tres casas, ahora es una caja elevada de departamentos. Los únicos sobrevivientes de la cuadra son la tortillería a la mitad de Chihuahua, y a la vuelta, la heladería La Bella Italia.
***

Pase, pero no tome fotografías –me advirtió la mujer.

Casi todo es igual en la casona con el número 120 de la calle Chihuahua: la sala a un costado de la entrada principal, las hermosas ventanas de madera tallada, los techos altos, el taller del tío Alfonso, los arcos que rodean al sótano donde jugaba con mis siete primos y mi hermano Alejandro, la chimenea en el comedor, y la vieja puerta de hierro de la cocina de mi madrina Ana María. Las paredes de los cuartos se desvanecieron y ahora son muros de roca pura.

En unos cuantos minutos recorrí la casa con pasos torpes, como un zombie con prisa. Luego salí a la calle y me alejé corriendo, medio atontado.
Unas calles adelante me detuve a saludar a Blanquita Juárez, que tiene un taller en la calle San Luis Potosí. Le conté de Chihuahua 120, los muros desnudos, la casa en ruinas.

–La ley prohibe tumbar las casas antiguas –me dijo– y por eso algunos propietarios permiten que se caigan a pedazos hasta que un día una máquina pesada entra y las derriba. Después llega una inmobiliaria y construye un edificio más de departamentos.

Al llegar a casa corrí a la computadora y en el buscador google escribí: “Casa, Chihuahua 120”.

Lo que apareció en la pantalla me dejó helado: “Comercializa: Espacios Urbanos. 7 departamentos de 130 a 220 metros cuadrados. Chihuahua 120, Roma Norte, DF”.

Esa noche, algo murió dentro de mi.
*********
SÍGUEME EN @wilberttorre 

(WILBERT TORRE)