Entiendo la conmoción que suele generar la noticia de que algo da cáncer. Es una noticia recurrente con la que hemos vivido desde hace ya mucho. Primero fueron las camas solares, después ciertos pigmentos, luego algunos materiales de construcción, más tarde los antitranspirantes, un ingrediente en la pasta dentífrica y finalmente todo lo que comemos.
La noticia misma de que algo da cáncer es una suerte de cáncer que va haciendo metástasis en los medios de comunicación y las redes sociales. Pero a pesar de que presento un nivel importante de hipocondría (tema que ya he tocado en otra entrega de esta misma columna), no pienso dejar de comer carnes procesadas ni considerar siquiera la idea de renunciar a la carne roja. Tampoco los argumentos éticos sobre la vida de los animales han logrado ganarme a las filas del vegetarianismo. Si me restrinjo en mi consumo cárnico es solamente por razones económicas: si el asado de tira fuera más barato lo comería diario y moriría en cinco años sin que una sombra de arrepentimiento me cruzara el rostro.
Además, he comenzado a resignarme a que en los próximos lustros se irá descubriendo que casi todo lo que hago da cáncer, desde usar pantalones de mezclilla hasta leer poesía. Probablemente —si no me apresuro antes de un modo más estúpido— voy a morir de cáncer, como morirá de cáncer un porcentaje alto de la gente que conozco. Es un poco descorazonador pensarlo, pero es básicamente cierto.
Conforme la ciencia avanza nos vamos dando cuenta de que nuestro modo de vida no tiene un sustento racional sino más o menos mágico, determinado apenas por la costumbre de unos y la codicia de otros. Lo deseable, claro, sería ir adaptando las costumbres y los modos de producción y consumo a los progresos de la ciencia… aunque también la ciencia surge de una matriz ideológica —o eso he terminado creyendo y es un pretexto muy a la mano para persistir en mi fascinación por los embutidos—.
Nadie puede ganar todas las batallas: si ya me propuse, a largo plazo, mantener a raya mi posible alcoholismo no voy a echarme encima la tarea de nutrirme a base de tofu y col agria, aunque eso signifique la maravillosa oportunidad de seguir incordiando a mis circundantes durante una década extra. Por si fuera poco, hacerme ahora un fanático de lo sano me parecería hipócrita, cuando me he dedicado con tal contumacia a bailar charleston (es un decir) después de un asado triunfal con morcilla o una tabla desbordada de carnes frías diversas.
Dicho lo cual, entenderé que, ante el reciente anuncio de la Organización Mundial de la Salud, algunos reaccionen con recatada prudencia y renuncien al hot dog como antes hicieron con el cigarrillo. Les aplaudo y los felicito: el futuro es de ustedes y pueden usarlo para plantar brócolis del tamaño de una catedral si la ingeniería genética se los permite. Yo, mientras tanto, siguiendo la máxima de que somos lo que comemos me convertiré alegremente en fiambre tras una vida desequilibrada y medio oscurecida por mis propias supersticiones.