‘Sacar la maldad’, por @apsantiago

Veo la imagen una vez, dos, tres, cinco veces, y me pregunto qué hubiera podido hacer Rafa Márquez. Robben conduce la pelota dentro del área junto a la línea final, el defensa estira su pierna derecha mientras el balón avanza en el pie del holandés, y justo cuando el botín mexicano se empieza a acercar al balón, Robben recorta hacia el centro. El zapato de Márquez sigue la inercia del movimiento y, si acaso, roza la punta del botín oponente. En esa fracción de segundo, en ese lapso infinitesimal en que se produce con el recorte el alejamiento del esférico, ¿Rafa pudo cambiar la dirección de su pie para que el árbitro no mordiera el anzuelo si el adversario se dejaba caer?

No, no existe en la lógica motriz humana la posibilidad de modificar una trayectoria en esa partícula de tiempo. Y no creo que exista siquiera un animal con tal virtuosismo: ni una mamba negra, la serpiente más veloz del planeta.

Pero no culpo al árbitro: ningún ojo es capaz de descifrar una jugada supersónica cuya esencia, la silenciosa proximidad de zapato con zapato, comprende tres centímetros cuadrados, el tamaño de una moneda de 10 pesos. Por eso es injusto que Herrera dijera: “el señor del silbato es el que nos deja fuera del Mundial”.

No, no nos dejó fuera el señor del silbato, ni el deshonesto Robben, ni Rafa con su reflejo, y tampoco la “falta de mentalidad”, ese etéreo lugar común que significa “tuvieron miedo” y con el que justificamos las derrotas que nos taladraran los huesos y el alma.

No, lo que nos faltó fue malicia; peor aún, maldad. Un buen cacho de maldad futbolera. En esos minutos finales la pelota debía estar muy lejos del área mexicana porque si eso no ocurría, si no estaba en el banderín de corner contrario, si dejábamos que el huracán naranja asaltara nuestra casa, los riesgos de cualquier fatalidad se catapultaban por un millón: un rebote desgraciado, una mala salida de Ochoa, un autogol, un puñal en forma de cabezazo. O un penal mal marcado.

México no entendió que tenía que tocar la pelota como un péndulo que hipnotiza, reventarla hasta la Antártida, hacer deambular el juego para exasperar al enemigo en el otro polo del campo. Todo el sudor debió consagrarse a que el balón rodara a mil millas del arco propio, para que el área nacional no fuera una isla codiciada con nuestro tesoro disparando mil luces, como si le dijera al enemigo: “Ven, tómame”.

En medio de la tempestad, esos 9 minutos pudieron ser la blanca arena que nos llevaría al paraíso. Pero nuestra inocencia nos ahogó.

Holanda y Robben supieron sacar su maldad. México, no.

******************

SÍGUEME EN @apsantiago

(ANÍBAL SANTIAGO / @apsantiago)