Siempre respondía que no cuando alguien me preguntaba si mi obsesión era entrevistar al Chapo Guzmán o a otro capo de esos tamaños. Decía que no por miedo. Entonces, a principios de abril de 2010, la revista Proceso llevó a portada el encuentro de don Julio Scherer con Ismael el Mayo Zambada. A sus 84 años, don Julio me daba una gran lección de periodismo: no importaba la edad, no importaban los peligros, el periodista sólo lo es si nunca deja la calle. Para mí, las críticas que don Julio recibió por ese texto fueron motivadas por la envidia. ¿Qué periodista, que se precie de serlo, habría rechazado ir con el Mayo?
En esos días le pedí a una amiga que me sentara con don Julio, a quien no conocía personalmente, salvo por sus libros y sus textos. “Ya está, mañana desayunamos con él”.
Don Julio llegó antes de la hora acordada. Estaba en una mesa del fondo, leyendo los periódicos. Apenas nos vio, abrazó a mi amiga como si no se hubieran visto desde la prehistoria y a mí saludó como si ya nos conociéramos. Don Julio le preguntó a mi amiga cómo iba en su trabajo (entonces laboraba en el Instituto para la Atención del Adulto Mayor) y casi todo el desayuno se nos fue hablando sobre la vejez. Don Julio, me quedó claro, no tenía miedo a la muerte, pero sí a que los años lo hicieran perder movimiento o lucidez.
Aunque tuve la oportunidad, no le conté que mi padre había trabajado en ese Excélsior de 1976 (cuando vino el golpe) ni que los nombres de Julio Scherer y Vicente Leñero se escucharon siempre en mi casa como si fueran parte de nosotros. Tampoco le dije que su libro, La terca memoria, me había parecido excepcionalmente honesto: en un mea culpa, don Julio cuenta que Hank González le regaló una camioneta (¿Hay algún periodista que tenga el valor de decir que tal político le obsequió un casa, un vehículo o dinero?). No le pregunté sobre su encuentro con el Mayo Zambada y mucho menos si andaba en busca del Chapo para entrevistarlo. Sólo hasta el final, cuando nos despedimos, le dije que su crónica En el mundo de Goitia, publicada en 1959 en Excélsior, era de mis textos favoritos, y le di las gracias por haberme enseñado a larga distancia que al diablo había que irlo a ver a su guarida. Don Julio sólo sonrió. Supongo que aborrecía las adulaciones.
Nunca más lo volví a ver.
Su muerte, como la de Leñero, me entristeció. Se había ido el hombre que era el contrapoder, el peleador que nunca abandonó la calle, el hombre digno. Desde ese día (7 de enero) y los que han seguido, he leído toda clase de textos sobre don Julio. Los que sigo sin entender son los de aquellos colegas que lo alaban, pero ellos practican un periodismo desdeñable. Si en cada medio hubiera un Julio Scherer, la podrida clase política que nos gobierna estaría temblando y a punto de ser desterrada. Pero esta prensa de nuestros días se ha olvidado de que el periodismo debe ser el contrapeso del poder. A cambio, están besándole la entrepierna, cobrándole el favor (el gobierno federal paga 6.3 millones de pesos diarios en publicidad) y autonombrándose independientes, veraces, objetivos y todas esas patrañas que ni ellos se creen.
Adiós, don Julio. Su periodismo nos hará mucha falta en este país amortajado.