A veces, cuando se hace un viaje muy largo y uno vuelve al lugar de donde partió, desconoce a algunas personas y lugares. A veces basta quedarse en el mismo lugar cuatro décadas para que, de pronto, todo te resulte ajeno.
Así me ha pasado a mí; esta ciudad que era chinampa en un lago escondido, esta loca y desenfrenada ciudad en la que nací, crecí y me reproduje ahora me ladra y me desconoce como esos perros que nunca sacan a pasear.
Si me pusiera arreolesco diría: Yo, señores, soy del Distrito Federal, un pueblo que de tan federal nos lo hicieron Ciudad de México hace unos días.
Si me pusiera kafkiano diría que cuando Fernando se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, su ciudad lo hizo sentir un monstruoso insecto.
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Sí, así me siento cuando intento tomar una vía elevada y me topo con que requiero una tarjeta que no sé dónde comprar, cuando me hallo ante un parquímetro que no entiendo cómo funciona, cuando percibo que las cámaras me toman una fotografía en la calle y yo ignoro en qué fallé, cuando busco un parque para sentarme y sólo encuentro estacionamientos y malls, cuando descubro que hay estaciones del Metro lejanas e ignotas donde nunca me he parado. Me siento así esquivando autos y bicis y cacas y obras y coladeras abiertas, por toda la eternidad.
Siento que vivía en una ciudad que hasta hace algún tiempo parecía la misma para todos, pero que ahora quienes la gobiernan se han esmerado en hacerla parecer varias ciudades. Un ciudad de primera para quienes pueden pagar parquímetros y vías elevadas, una ciudad de segunda para quienes somos víctimas del ojo de Sauron que todo lo ve, retrata y multa, y una ciudad de tercera que sólo le gusta a los productores de Disney como locación para un nuevo episodio de Star Wars, por parecer la tierra donde prosperó el Lado Oscuro y los Sith se convirtieron en el PRI de la galaxia.
Por eso ando pegando cartelitos en los postes de mi barrio, con un letrero que dice: “Se busca mi ciudad”. Cualquier información yo pagaré, porque la verdad la extraño. Echo profundamente de menos esa sensación de saber que la calle era “mi calle”, que la cuadra era “mi cuadra” y que la colonia era “mi colonia”. Que podíamos poner un par de piedras de porterías y hacer una cancha de futbol, o cerrar la calle ciertas noches, organizar a los vecinos, llevar un sonido y hacer una fiesta. Hoy todos somos los azorados animalitos de un manglar que quedó en medio de un “desarrollo inmobiliario”. Desesperados, corremos a 40 km por hora sin saber a dónde ir, vigilados por el ojo insaciable de la autoridad que castiga pero no protege, cercados por las trasnacionales que nos dan grasas saturadas y productos bajos en calorías a cambio de nuestro dinero, en una ciudad que antiguamente era nuestra, pero que ahora nadie sabe ni cómo se llama ni a quién le pertenece.