El lunes, mientras llevaba a mis hijos al kinder en medio de un tráfico pesadillesco, le toqué la bocina a un conductor para reclamarle una maniobra grosera y peligrosa. El hombre, quien cinco segundos antes parecía tener tanta prisa, se bajó de su coche profiriendo insultos misóginos y se tomó todo el tiempo del mundo para patear con vehemencia nuestro automóvil. Mientras observaba atónita este espectáculo con Cri cri como banda sonora, me pregunté por qué, siempre que se le necesita, la policía no está por ahí, me pregunté si ese tipo habría hecho lo mismo si yo hubiera sido un hombre, me pregunté sobre todo cómo leerían eso mis niños y de qué manera afectaría su educación como varones.
Hace un par de semanas, descubrí en una librería de San Francisco un libro pequeñito de la escritora nigero-americana Chimamanda Ngozi Adichie cuyo título, traducido al español, es Todos deberíamos ser feministas. El viejo tema de la igualdad de géneros visto desde la óptica de una escritora joven e inteligente. El libro comienza por denunciar el prejuicio que existe en contra de las feministas, como si el adjetivo fuera sinónimo de “agresiva”, “enojada”, “resentida” (un hombre feminista en cambio es un ejemplo de tolerancia y comprensión). Y la verdad es que el tono de ese texto no puede estar más lejos de esos estados de ánimo. Adichie señala que el tema sigue siendo de actualidad y no una cuestión caducada en los años 60. Es cierto que desde esa década se han hecho grandes avances en términos de igualdad laboral, educación y salud, pero por desgracia aún estamos muy lejos de haber solucionado el problema. La punta del iceberg es visible en las costumbres cotidianas. Por ejemplo, los restaurantes. Cuando una pareja sale a cenar, los meseros se dirigen siempre al hombre y es también a él a quien le llevan la cuenta, dando a entender que quizás ella no tiene recursos para solventarla o por lo menos que él posee un mayor poder adquisitivo. Asumir eso no es tan extravagante dado que un hombre suele ganar más que una mujer aun en el mismo puesto y en la misma compañía sin que haya motivos para ello excepto, claro está, la discriminación de género.
¿A quién le conviene tal sistema?, pregunta Adichie. A nadie. La forma en que los hombres son educados, además de infligirles una enorme presión (deben ganar mucho, ser fuertes y destacar profesionalmente), los vuelve hipersensibles al éxito femenino. Pocos hombres tienen un ego tan sólido como para soportar que su mujer les lleve ventaja en el ámbito profesional, económico y reproductivo. Y, algunos, para soportar que una mujer les toque el claxon. Cuando una pareja tiene problemas de fertilidad, el varón asume que la mujer es la responsable y la manda al frente de todas las pruebas médicas, pero está comprobado que en 40% de los casos el problema radica en la producción de esperma.
La imagen del simio que patea el coche de una mujer automovilista da pie a esta conversación y a muchas relacionadas, como el feminicidio y la violencia familiar, de las que no habla Adichie en su libro, quizás porque en ese sentido Nigeria y cualquier país africano nos llevan la delantera.