Según el filósofo alemán Theodor Adorno la humanidad perdió el derecho a la poesía después del Holocausto nazi (“Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”). ¿Cómo podemos seguir adelante con el Horror de la realidad a cuestas? Muchos piensan –me incluyo– que precisamente la poesía y las artes en general constituyen una de las únicas y últimas barreras que nos separan del horror y la fatalidad totales. Que la creación configura un espacio de catarsis y combate nuestra propensión al olvido. De las grietas del dolor, la incomprensión o el malestar han emanado varias de las obras artísticas más importantes en la historia del mundo.
En Más allá del bien y del mal Nietzsche dice que “la fuerza del espíritu se expresaría por la cantidad de verdad que fuera capaz de soportar”. Bajo la escala nietzscheana y en sentido contrario con la sentencia de Adorno, la vida y obra del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado constituyen un testimonio inapelable de un espíritu de una fuerza inconmensurable que ha puesto su mirada, física y metafóricamente, allí donde la cultura occidental hegemónica se ha negado a voltear: en los linderos del abandono, de la pobreza más absoluta.
Economista de profesión, Salgado pronto se percató de que tanto el desarrollo industrial como la prosperidad económica de las naciones están íntimamente ligados con la indignante pobreza que campa en amplias regiones del mundo. Ha dedicado su vida a recorrer los territorios más remotos e ignotos de la Tierra en su afán por retratar las realidades que se ocultan detrás del marco en el que discurre el espectáculo del mundo civilizado al que tan enajenadamente nos apegamos y que tiene en el consumo desenfrenado y los simulacros de relaciones colectivas dos de sus aspectos fundamentales.
El documental La sal de la tierra, dirigido por Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado (hijo de Sebastião), sigue los pasos del fotógrafo nacido en Minas Gerais desde el descubrimiento de su vocación y el abandono de una prominente carrera como economista. Recorriendo los derroteros de sus grandes proyectos artísticos, vemos las fotografías con las que rindió homenaje a los millones de trabajadores sobre cuyas espaldas descansa, literalmente, buena parte del mundo desarrollado; presenciamos cautivados y aterrados los resultados del proyecto en el que pretendió documentar uno de los fenómenos más representativos de la era industrial: el éxodo de poblaciones enteras en su afán por rehuir de la guerra o el hambre. Por la pantalla aparece y desaparece Salgado, un verdadero héroe moderno, taciturno e incansable, testigo privilegiado de un mundo a la vez violento y fascinante, diverso y cruel, ancestral y demoledor, entrañable e hipócrita. Las fotografías de Salgado alcanzan el grado máximo al que aspira una obra de arte: expandir nuestra experiencia humana más allá de nuestro circunscrito y siempre insuficiente entorno.
( Diego Rabasa)