El martes pasado no sólo fue el día de Reyes, sino también el aniversario número seis que Roberto Escobar escogió para irse de este planeta.
De hecho, él había decidido irse, por lo menos con el nombre Escobar, años antes. Harto de su vida cotidiana, había dispuesto de su nombre bautismal y fue renombrado bajo el apocope de Sergio. Era feliz o, por lo menos, eso aparentaba.
Años después, sus amigos, admiradores, cómplices y aliados le hicieron un homenaje convertido en exposición en el X Teresa. En ella, no sólo se veía y escuchaba parte del enorme legado que el artista conceptual, locutor, DJ, pintor, creativo, amo del performance y provocador profesional dejó en este plano. También, estaba una pequeña instalación hecha con sus cenizas donde se replicaba su muerte. Arte hasta el final.
Platicar la historia de cómo conocí a Roberto es repasar una historia ya relatada. Por ello, mejor reconocer su rebeldía hasta el exceso y, si de repetir se trata, una anécdota de radio para aquellos que se asustan con el rebelde adiós del “Triste Turno”.
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Una tarde de noviembre del ’97, Roberto Escobar, Rafael Grego -un locutor que, ahora, se dedica a labores más normales- y yo estábamos en esa diminuta cabina que albergó a Rock 101 durante años. No, no aquella donde el locutor y el operador convivían de forma íntima, casi obscena, sino la que estaba enfrente. En ella, Roberto se quejaba no con amargura sino con enojo de las restricciones que Jesús Iturralde -exlocutor de un programa matutino de 101 y que, por una jugada irónica del destino, había quedado a cargo del equipo tras el despido grosero de Luis Gerardo Salas del NRM- ponía a todo el equipo. Iturralde, quien era un obsesivo del rock y un tanto denostador del formato electrónico, había llenado la programación de música desechable y sin una intención clara. Es decir, programaba como se hace hoy en día en todas las estaciones de radio: sin chiste, sin ritmo, sin alma.
Roberto, quien además tenía prohibido decir cualquier cosa que no fuera entendida por un niño, decidió que si no era feliz y libre en ese trabajo, no tenía caso seguir en él… pero tampoco se iba a ir sin un estallido.
Abrió el micrófono e hizo las siguientes dos intervenciones: “Aquí está la nueva canción de Oasis, pero si quieres un oasis de placer, háblame y nos ponemos de acuerdo”.
La siguiente fue más cruda: “¿Quieren saber a qué sabe la caca?”. La respuesta era que mejor que la canción que estaba al aire.
Por supuesto, no la pudo saber ya el público en la frecuencia.
Así era Roberto. Así es su ejemplo de vigente para este sexenio que hemos estado sin él.