Me propuse imaginar la política mexicana en una forma física, y entonces visualicé miles de macabros globos grises, viajando lentos y amenazantes sobre poblaciones que se esfuerzan por reverdecer, ser productivas, transparentes y justas, pero que al final nunca pueden. Y no pueden porque a esas esferas flotantes que rondan las cabezas de millones de personas las sostiene el venenoso gas de la vileza, formado a su vez por varias sustancias: codicia, tranza, corrupción, ofensa, abuso, envidia, trampa, pereza, cinismo y, muy importante, odio por el enemigo. Los globos nacen ad infinitum y se elevan desde lugares oscuros, y al explotar en el aire esparcen entre las mujeres y hombres el gas de la vileza, que impone la oscuridad y esteriliza la vida. Así se dibujó en mi mente la política nacional. Criados todos con una política de ese talante, asumimos como normal que a los políticos los defina la bajeza. Decía Groucho Marx que “la política es el arte de buscar problemas, hallarlos, hacer diagnósticos falsos y aplicar remedios equivocados” con –añado yo para el caso de México- la suprema misión de aumentar el poder, inflar la cuenta bancaria del político y, desde luego, conspirar contra el adversario (del partido propio o contrario) y arruinarlo. Cuando hace unos meses el libro El Factor Humano, de John Carlin, me hizo conocer mejor a Nelson Mandela, fantaseaba qué pasaría si nuestros políticos no sólo vieran al sudafricano como a un líder de una nación lejana que venció al apartheid, sino como un hombre que probó que la política no tiene por qué ser tinieblas. Mandela estuvo en prisión 27 años por defender a sus compatriotas negros y, desde el día de su liberación y hasta su muerte el jueves pasado, la única guía para unir a su país –ensangrentado por el odio entre blancos y negros- fue conciliar. Mandela creó, según Carlin, “un nuevo modelo de revolución, en el que no se eliminaba al enemigo, sino que se le acogía; que, en vez de dividir a la gente, la unía”. No ambicionó venganza; no era su naturaleza y sabía que si lo impulsaba ese deseo su lucha sería en vano: el gobierno blanco afrikáner no cedería un gramo de su poder. Y entendió que conciliar no significaba renunciar a ningún principio. Conciliar era convencer con argumentos (orientar más que manipular), pero también permitirse escuchar al que piensa diferente, ya que quizá el rival tenga razón. “Somos un mismo bando”, proclamaba al referirse a negros y blancos. “Entiendo su ira –pidió hace más de 20 años a un grupo de negros que exigía venganza por sus miles de hermanos muertos-, pero si están construyendo una nueva Sudáfrica deben estar preparados para trabajar con gente que no les gusta”. La red con que Mandela atrapaba al enemigo estaba libre de perversidad: lo persuado de unirse a mí porque le conviene, y me uno a él porque me conviene. Con una bondad elemental como salvación, con un amor casi naíf por el otro pese a que el otro odiaba su raza, logró que en Sudáfrica, tras 46 años de atrocidad, negros y blancos valieran lo mismo. El célebre 24 de junio de 1995, día de la final de la Copa del Mundo de Rugby entre Sudáfrica y Nueva Zelanda, el presidente Mandela salió antes del inicio del partido al césped del Ellis Park. En la tribuna, 60 mil blancos -muchos de los cuales un par de años antes anhelaban el exterminio de los “kaffir” (como llamaban despectivamente a los negros)- aclamaron con devoción al grito de “Nelson-Nelson” a su anciano presidente de tez oscura, a la vez adorado por la población negra. Los políticos mexicanos, siempre ocupados en sabotear al enemigo, podrían darse cuenta que por su país, e incluso por ellos mismos, les convendría ser un poco Mandela.
(ANÍBAL SANTIAGO / @apsantiago)