Uno no está preparado para la muerte un domingo en la mañana. Tirado en el sofá perdía el tiempo con esa triste actividad de nuestro tiempo, revisar tweets, cuando leí: “Actor Philip Seymour Hoffman found dead”. La nota hablaba de heroína, el dragón que lo mató.
No sé qué mecanismo opera en nuestra mente cuando nos enteramos que murió un actor famoso que nos importa. Supongo que uno repasa los momentos que “vivió” con esa persona. Es decir, quién era uno cuando vimos cierta película, qué nos hizo pensar cuando dijo esas líneas, de qué modo nos emocionó cuando aquél personaje hizo tal cosa. Algunos famosos, quiera uno o no, van interviniendo nuestras vidas, y se vuelven nuestro entorno porque a cada rato los vemos, los oímos, sabemos si chocó borracho o se ligó a una nueva chica. Casi como un amigo del que te enteras las cosas que le ocurren.
Cuando leí que Seymour Hoffman acababa de morir pensé que hacía justo una semana había escrito para esta misma columna algo sobre él: el ambiguo gesto de espanto y a la vez de paz que hace el personaje que encarna, el escritor Truman Capote, en el instante en que Perry, el delincuente al que amaba y que era protagonista de su novela, muere ahorcado.
Aquel domingo, tras el punto final, estuve googleando a Philip (aún pertenecía al mundo de los vivos) y cuando me levanté de la PC le dije a María: “Creo que Seymour Hoffman es el actor que más admiro”. Me respondió algo así como “Ah”.
Nunca me dolió tanto la muerte de un actor. Quizá porque era un profesional y una persona de verdad. Andaba siempre desaliñado (le importaba un comino lo que proyectaba), fuera de cámaras no era demasiado carismático y por su talento galáctico no requería ser un actor guapo (su físico era tan anodino como el de cualquier gringo blanco que va a ver a los Yankees).
Me impactaba su arrojo. Sus papeles solían tener una dualidad: eran seres aberrantes que, al paso de los minutos, ibas adorando. Por ejemplo, en Capote fue un escritor fascinante pero de un ego patético, tragicómico; en The Master un charlatán embustero y seductor; en La Duda un sacerdote dulce y sabio que quizá -siempre quizá- era pederasta. Sus personajes vagaban a medio camino entre el bien y el mal, como casi siempre son las cosas en la vida.
Días atrás vi una entrevista que dio a la CBC en 2010. Padre de un niño y dos niñas, cavilaba sobre la paternidad (“Es un amor intenso que puede volverte loco”); de sus sensaciones al superar los 40 años (“aún me pregunto si soy un adulto”, dijo entre carcajadas); de su mamá, que sola y con cuatro hijos empezó a estudiar Leyes a los 37 años hasta volverse jueza.
Y habló también de sus monstruos. Dijo “El miedo me golpea cuando debo hacer algo difícil”, y entonces confirmé que era un valiente. Todos sus personajes eran difíciles.
La frase final me dejó frío. Tras un largo silencio, interrumpió la alegría que lo dominó toda la entrevista y pronunció serio, viendo hacia ningún lado: “Cada plan que tuve lo abandoné”. El ganador del Oscar y de 71 premios más se reprochaba su inconsistencia.
En una escena de The Master, Dodd –líder de la hermandad que Philip interpretó- cuenta a sus embobados fieles una “anécdota” sobre cómo enfrentar los problemas en la vida:
“Se acerca un dragón grande con sangre escurriéndole en las fauces y los ojos rojos. ¿Qué tengo yo? Un lazo. Lo fustigo. Se lo enredo en el cuello y lucho contra él, y lucho, lucho contra él hasta tumbarlo (Dodd tensa los puños, agita el pelo). De pronto le digo ‘siéntate, dragón’. Y el dragón se sienta. Le digo ‘quieto’ y el dragón se queda quieto. Le pongo una correa, lo saco a pasear. Luego le enseñaré a echarse boca arriba y a hacerse el muertito”.
Pero esta vez, en la vida real, no le alcanzó para domar a su dragón. Y yo que pensaba que el valiente de Philip Seymour Hoffman era invencible.
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