Si Jesucristo viviera hoy andaría por las vías del tren, dormiría a la intemperie, se colgaría de La Bestia y forcejearía contra el sueño para no quedar mutilado entre los rieles. Escondiéndose de criminales púbicos y privados; los pies deformados por las ampollas; ayudando en el camino a los agonizantes.
Pasaría un tiempo junto a Las Patronas y se ofrecería a preparar la comida que ofrecen cada día a los migrantes. Multiplicaría esos cinco panes y dos peces en miles de bolsitas con agua o de arroz con frijol y tortilla que les lanzaría al escuchar el rugido del tren.
En algún albergue donde lo encontraría la Nochebuena acompañaría a una niña-madre a parir a otro ilegal, otro desnutridito de nacimiento, sin cobija que ponerle encima, cobijado por centroamericanos, cubanos, musulmanes, los estigmatizados del momento.
Nunca se metería a catedrales para buscar a su dios. Para orar encontraría un árbol al cual abrazarse, una puesta de sol desde el edificio que construye como maistro de obra, un descanso en los campos donde pizca de tomates.
Por conocer las yerbas de su pueblo sería considerado curandero. Sanaría primero a quienes no se perdonan a sí mismos, expulsaría de sus corazones las heridas que obstaculizan el amor. Se obsesionaría por curar la ceguera que impide ver a los demás; la indolencia de quienes no se duelen ante el sufrimiento, esos males que incuban en los poderosos. Pero cuando los diagnostique ellos querrán eliminarlo; alguno se irá perturbado a su empresa, donde se sienta a salvo.
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Seguramente al escuchar de su fama mandarían por él capos que controlan las rutas del tráfico de drogas, armas y personas para que sane a un familiar agonizante. Pasaría días con ellos, les reprocharía el sinsentido en que viven, el dolor que causan, su adoración al dios-dinero y los dejaría con inquietudes que ni su Santa Muerte ni su Virgencita podrán apagar.
Se le vería visitando a los nadies que desde la crisis duermen en los parques, los desalojados de sus viviendas, los desahuciados en el limbo de cualquier Seguro Social, los esclavos forzados en las empresas de cobranzas o en los campo de mota, las encarceladas por abortar.
Podría ser indígena, homosexual, migrante, mujer. Y se acompañaría de esas miles de mujeres que intentan sanar este México adolorido. Consolaría a las familias de los ejecutados de los que nadie se duele porque “seguro en algo malo andaban”. Protestaría en marchas callejeras reprimidas con gases, ayunaría en huelgas de hambre y recorrería procuradurías en el mismo viacrucis que viven las familias de las y los miles de desaparecidos. Cruzaría descalzo el país con los desplazados que tienen que empezar de nuevo. Resucitaría a los masacrados, a los enterrados en fosas comunes y les devolvería el nombre.
Dejaría que se le acercaran los infantes atraídos por el negocio de la droga que intuyen que sólo tienen cabida en los panteones y les hablaría de otros caminos.
Pasaría temporadas con su primo Juan, ése que apodan El Bautista, en su campamento itinerante afuera de la bolsa de valores, el senado o Los Pinos, desde donde predicarían el arrepentimiento y el cambio del sistema homicida que sirve para una minoría.
Expulsaría de los templos a cardenales, obispos, curas y pastores mercenarios. Sabotearía condecoraciones a empresarios que enferman a otros y se enriquecen con la muerte. Condenaría al poder que destruye. Por eso lo vetarían de las noticias.
Esta Nochebuena cenaría con quienes han mordido el polvo y, con llanto amargo y el corazón vapuleado, creen que el cambio ya no es posible y la rebeldía no funciona. Para renovar la creencia de que existe un mañana, que la utopía es horizonte. Que la utopía se construye.