El otro día venía en el Metrobús y escuché a un güey veinteañero que le decía a su mamá: “Es que los estudiantes no quieren estudiar, están ahí con sus marchas y sus paros. ¿Y si hay una emergencia médica y una ambulancia tiene que pasar?”. Sus palabras eran como sacadas del Manual de lugares comunes para chilangos agachones (el cual también incluye frases como “Pinches ciclistas, se creen dueños de la calle”, “Desde que existe el Metrobús hay puro caos, ¿a quién se le ocurre quitarle un carril a los coches?”, “¡Muévelas, pinche peatón, no eres de hule!” o “El Ebrard y el Mancera son putos, por eso andan los jotos sin vergüenza en la calle”).
Al escucharlo, yo me megasuperardí y no me aguanté, sobre todo porque el güey también iba con su hijita como de dos años, así que me solté a decirle de cosas. Le pregunté que qué sentiría si desaparecen a su niña, si matan injustamente a sus papás, si de pronto no sabe dónde está un amigo o un familiar; le dije que seguramente de los bloqueos por eventos políticos no se queja; que si sí sabía que la educación no sólo consiste en estar metido en un salón de clases; que nosotros desde nuestra burbuja clasemediera lo menos que podemos hacer es protestar de alguna manera por la descomposición del país, y que una de las alternativas era salir a la calle de forma pacífica.
Ay, yo toda histérica, pero en serio, ¿qué onda con el argumento de la ambulancia? En este país, es mucho más fácil que te maten violentamente que morir camino al hospital porque había una manifestación… en contra de la violencia. Y el tráfico se genera por tantas razones TAN babosas (como, ejem, que los automovilistas no tienen idea de para qué sirven los semáforos), que qué oso señalar la protesta pacífica como la más grave.
Total que el chavo ya no me contestó y se fue callado el resto del camino. Pero entonces pasó algo bien padre. Otros pasajeros levantaron la oreja, se interesaron y comentaron. Empezamos a hablar entre nosotros. Una señora –mucho más informada que yo y el resto de los viajeros juntos– resolvía todas las dudas de los que querían saber más de Ayotzinapa, del IPN, de la guerra contra el narco… y hasta el ébola. Al final, por lo menos cuatro personas se bajaron más enteradas que cuando subieron al camión.
La situación se me hizo bien chingona y creo que debería pasar más. Los chilangos deberíamos ser más metiches. Nos da pena involucrarnos en conversaciones ajenas: no señalamos lo que no nos parece, pero tampoco lo que nos gusta. A veces escucho a mis espaldas que susurran “¿Ya viste la playera de esa chava? Está bien chida”, por ejemplo. Sería buenísimo que también nos dijéramos ese tipo de cosas a la cara (no confundir con el acoso callejero, además, ahí normalmente no lo dicen a la cara sino a las nalgas). Un comentario positivo le hace el día a alguien. Una conversación casual puede hacer más llevadero un trayecto y resultar enriquecedora.
Y sí, de repente es bueno jalarle la oreja al de junto (favor de no hacerlo literalmente).
(Tamara de Anda / @plaqueta)