Uno de mis vecinos (hay quienes ya piensan que son míticos porque hablo de ellos con la misma reverencia con que los egipcios han de haber hablado de las Siete Plagas) tiene un perro del tamaño de un caballo. Bien podría ser un automóvil de lujo por el espacio que ocupa. No sé demasiado de razas caninas, pero la de este debe ser el equivalente de los titanes. Es inmenso, vaya. Cuando se pone en dos patas parece un freshman de la NBA.
Su amo está convencido de que lo controla mentalmente. Se sale a la calle con el chucho sin tomar ninguna clase de precaución. Ni correa ni collar ni bolsita para las heces. Además de sembrar de abono orgánico las banquetas a su paso, el perro ha estado a punto de ser arrollado unas 100 veces y ya provocó al menos dos volantazos que no terminaronde pura casualidad en choque. Pero nada convence al dueño de su error: ¿para qué va a ponerle collar y correa, si Marquiño (así se llama el animal) obedece a todo sin rechistar, en pleno ejercicio de sus libertades? Las correas y arneses, argumenta, son denigrantes y Marquiño tiene mucha dignidad. El dueño, pues, se siente ‘progre’ por llevar al perro suelto aunque el efecto de esto sea que varias viejitas y niños hayan recibido muestras no deseadas de babeante afecto, y que los dueños de otros perros les huyamos si los vemos en la lejanía, porque ya sabemos que corremos el riesgo de ser perseguidos y aullados por el expansivo can sin que su dueño haga el menor esfuerzo de impedirlo.
Tanta conciencia de la libertad tiene el tal Marquiño que hace unos días escapó. Así nomás. Lo sacaron a la calle al natural, como siempre, pero avistó a un gato y se fue tras de él. Su dueño gritó, chifló, emprendió una carrera como si tratara de arrebatarle el récord de los 100 metros planos a Usain Bolt. Todo fue inútil: Marquiño se perdió en el horizonte. Por la tarde, mi vecino ya estaba tapizando los postes y árboles del barrio con unos de esos cartelitos a los que estamos tristemente habituados. Junto a un close-up de la carota del perro, un letrero decía “Estoy perdido”. La verdad es que me hubiera parecido mucho más apropiado que el cartelito dijera “Ayúdenme. Soy un imbécil y perdí al perro”.
Ya por la noche, unos niños vinieron con la noticia de que Marquiño estaba en su casa. Un auto le había dado un empellón y el perro se refugió en una cochera (y debió ser como que el Yeti buscara asilo en el domicilio de uno). El vecino lloró, los abrazó y fue por su mascota.
Hace rato me los crucé por la calle. Marquiño va sin collar ni correa. Nada cambió. El mundo nunca aprende.