Siempre que voy al médico, paso varios minutos enumerando los casos de cáncer en mi familia materna que rebasan la decena. A la pregunta “¿algún antecedente del otro lado?”, respondí durante años sonriendo: “ninguno”. Desde que lo diagnosticaron, mi padre, quien nunca perdió su maravilloso humor negro, decía con sorna y una suerte de orgullo que entonces me parecía incomprensible: “Yo soy el antecedente”.
Existen miles de teorías acerca de esta enfermedad. Las sustancias tóxicas omnipresentes en las sociedades contemporáneas constituyen, según los médicos, el primer factor de riesgo. Existe sin embargo la idea de que la infelicidad produce cáncer. Yo siempre pertenecí al bando de quienes refutan con vehemencia esta explicación que consideraba tan simplista como culpabilizadora: “Por culpa de tu resentimiento estás viviendo este calvario y se lo estás infligiendo a tus seres queridos”. Como si la enfermedad no fuera ya suficiente… Por otro lado, ¿cuánta gente conocemos que sea realmente feliz?
LEE LA COLUMNA ANTERIOR DE GUADALUPE NETTEL: GUAPOS, SÍ, PERO ORIGINALES
En un libro llamado De vidas ajenas, me volví a encontrar con este debate. Su autor, Emmanuel Carrère, defensor de la teoría psicológica, subraya esta polémica citando dos testimonios hermosos y a la vez impresionantes, que adquirí de inmediato. Le livre de Pierre, escrito por el psicoanalista Pierre Cazenave, según quien, no hay peor dolor que el que no puede enunciarse, y el enfermo de cáncer no puede compartir del todo el suyo. Por un lado, porque compartir la angustia de estar enfermo con sus seres queridos no haría sino entristecerlos y, por otro, porque debajo de ese sufrimiento yace otro más antiguo que tampoco ha sido compartido ni observado por nadie. “Cuando me anunciaron que tenía cáncer, explica, comprendí que siempre lo había tenido. Era mi identidad”. El cáncer sería un ultimo intento por cobrar existencia. Eso explicaría el misterioso orgullo de mi padre al declararse “el primer antecedente”. El otro testimonio es la novela de Fritz Zorn, Bajo el signo de marte. Tanto ésta como la de Anita Moorjani, autora de Dying to be me, describen al cáncer como un último recurso por liberarse de las imposiciones familiares y culturales, por distintas que éstas sean. La gente sana por lo general no quiere saber nada acerca del cáncer. Si cuento esto aquí es porque la lectura de estos libros me ha convencido de algo que considero importante compartir: la investigación contra esta enfermedad no debería de hacerse únicamente en los laboratorios sino también en otros lugares. En pocas palabras, estemos enfermos o no, es fundamental indagar dentro de nosotros, ya sea en terapia familiar, en el cojín de meditación o en cualquiera que sea nuestro espacio de introspección preferido. Además de conocernos un poco más a nosotros mismos, es posible —quién sabe— que también nos ayude a prevenirlo.