Angelina Jolie anunció “The Oscar goes to Alfonso Cuarón”, el director se levantó para recibir la estatuilla, el conductor para la TV mexicana Esteban Macías gritó “¡México, Alfonso Cuarón, México!” y en ese instante, con la reverberación de su voz diciendo “México, México, México”, yo me dije: “estamos enfermos”.
Somos un país tan hambriento de alegrías que hay de dos: uno -como ya se ha analizado-, nos atribuimos cualquier conquista de alguien parido en nuestra división política. O dos: creemos que los espejismos son bonanza.
Mientras el director de Gravity subía al escenario del Teatro Dolby, imaginé a México como un niño africano que en huesos, con el vientre abultado, hunde desesperado las manos en una olla de arroz porque esos bocados lo salvarán.
Su estómago se llena y por esa alegría de minutos sentirá que la vida cambia. Al amanecer, en el momento en que lo estruje el hambre, verá que todo sigue igual.
Sería normal que un espejismo nos confunda en el lapso que dura, pero no es normal que, una vez conscientes de estar ante un espejismo, saltemos eufóricos por eso que es menos que nada, pura ilusión que aniquila.
Cuántos años hemos vivido en la mentira. Cuántas veces hemos visto en la TV una modelo posando en su vestido de tul con bordado de flores frente a las ruinas de Palenque, y una voz en off que nos dice “México, el país más hospitalario”. Cuántas veces no oímos “la gastronomía mexicana es la mejor del mundo” cuando es imposible saber qué cocinan los más de 200 países del planeta, o cuántas veces nos engañaron con el “México, el país con más riquezas naturales”, cuando el norte es, sobre todo, una majestuosa desolación yerma y corrugada, y pese a que siete de cada 10 cuerpos de agua del país están contaminados. Más aún, ¿cuánto no se repite “tenemos las playas más hermosas” pese a que jamás fuimos a las Islas Seychelles siquiera para comparar?
Los grandes, para serlo, no necesitan insistir en que son grandes.
Dos fresas con sombrero de Speedy Gonzales y bigote de Zapata gritan borrachos ¡Mé-xi-co Mé-xi-co! antes de un partido frente a una cámara, y el comentarista dirá jocoso: “Somos la mejor afición, le ponemos un sabor único a las Copas del Mundo”. Cada cuatro años lo mismo. ¿Por qué llegamos a este punto? Como si tapar nuestras arrugas con un espantoso lifting facial, ocultar nuestras canas con Miss Clairol tono Honey Blond o, aunque no tengamos dinero, comprar un BMW a crédito voraz –que arruinará a nuestra familia- nos volviera más ligadores e irresistibles que Johnny Depp.
El psicoterapeuta Alfred W. Adler, estudioso del “complejo de inferioridad”, dijo que éste se manifiesta por un par de razones. Una infancia débil con abandono (entonces los culpables de nuestro mal son Hernán Cortés y sus secuaces, y los gringos desde que nos quitaron Alta California y Nuevo México) o bien experiencias adultas en las que uno se crea metas, a veces ficticias, que al irse frustrando degeneran en vidas neuróticas, es decir, irracionales y asociales.
Una sabia maestra del IPN me dijo: “Algunas personas hacen lo que quieren, y otras lo que pueden. Ambas son igual de respetables”. Y creo que aplica para los mexicanos: usualmente hacemos lo que podemos.
En el vínculo entre individuos, y también en el de las naciones, compararse es insoportable. Y ocioso. Japón es cumbre del Primer Mundo, pero sus suicidios quintuplican los de México. Por lo visto ni ellos son tan felices.
Ya podríamos asumirnos como lo que somos: sólo valorar nuestra singularidad sin ese patético “somos los más” por el cual luego nos desvivimos en elogios hacia el compatriota con prestigio internacional sólo para colgar su diploma en nuestro muro.
Por cierto, el miércoles pasado nuestra afición le arrojó varios “¡Putoooo!” al portero nigeriano Austin Ejide cada que despejaba. No es un grito chistoso, ni ingenioso, ni divertido, ni civilizado, ni inteligente, pero ya es habitual.
Si seguimos emitiendo ese grito en el Mundial de Brasil, ahora sí nos ganaremos un título irremediable: “los más imbéciles del mundo”.
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(Aníbal Santiago)