Creo que todo este tiempo les he mentido. No me gusta andar en taxi. De hecho, no me gusta andar en ruedas, de ningún tipo: las ruedas me estorban. Soy una andarina y lo mío, lo mío, es caminar.
Como es imposible caminar toda la ciudad, pues ruedo. Ayer leía que caminar “en la naturaleza” modifica el cerebro y mejora la salud mental. Pues incluso caminar por Insurgentes lo hace, supongo, aunque no de la misma forma: es mucho más cómodo hacer tracking en un bosque, que sortear ambulantes, ciclistas y baches.
Esta semana armé un plan para andar todo el día. La máxima distancia que tendría que recorrer en cada ruta era de 6 kilómetros. Poco más que una carrerita básica, dirán los runners. Pero el reto no era la caminata sino la ciudad, sobrevivirla sin perder los estribos ni acabar metiendo el pie en un charco lodoso.
En total caminé unos 15 kilómetros. Ni una ampolla me salió, por suerte (obvio tampoco usé tacones), y confirmé que en varios tramos yo era más rápida que los auuuutos. Por ejemplo, una de mis rutas habitualmente es de entre 15 y 20 pesos (dependiendo el tráfico, las luces en rojo y los imprudentes que estorben el fluir vehicular). Caminando llegué más rápido que en taxi.
Descubrí también que me he hecho experta en esquivar tanto a los puestos instalados en la calle como a sus clientes, en especial de los servicios alimenticios, que neto parecen olvidar que están en la vía PÚBLICA y no consideran que el peatón puede necesitar –de pronto- circular por donde ellos comen.
Clientes que se expanden, se acomodan, ponen en círculo sus banquitos por aquello de disfrutar la sana convivencia con los colegas de oficina. Señores: ¡piedad! Sabemos que los millonarios sueldos combinados con el delicioso sazón de los ñoritos y ñoritas de los changarros semifijos hacen imposible otra opción alimenticia (no en balde los jipsters son fieles a sus foodtrucks), pero ¿qué hay de nosotros, los que caminamos? Resulta inevitable cruzarse entre el taco y la boca.
Al final, no sólo sobreviví sino que gocé la ciudad. Hay tramos donde caminar fue un asunto de valor y riesgo: banquetas mega angostas (o ausencia total de ellas), empedrados, hoyos en el piso. Pero eso está papita junto a la ardua tarea de ir pidiendo “permisito” y librar el camino entre personas, botes de agua y bancos/tabla para picar cebolla.
Hace unas semanas, Lorenzo Rocha escribió en Milenio que los chilangos “tenemos un amplio margen de tolerancia a las actividades informales en la vía pública, sean legales o reguladas, e incluso si van en contra de las leyes”. Lo leí y me sentí culpable: no sé si tengo tolerancia o resignación… no sé si en el país se puede decir que tenemos tolerancia a la corrupción (o que es cultural, como dijo no hace mucho cieeerto Presidente de México), lo que sé es que hablo cada día con mucha gente y siento que el adjetivo que le acomoda más al extraño caso de la convivencia con lo irregular es una extraña mezcla de resignación, desesperanza y sobrevivencia en una ciudad-país que amamos tanto como odiamos.
Así que la próxima vez que decida echar taco en un puestito de la calle, háganos un favor a todos y no apueste a nuestra tolerancia: piense que algunos buscamos o necesitamos caminar, y oríllese a la orilla. No caminamos por jodidos (o no del todo, pues). Así como hemos vivido la reivindicación de la bici, nos encantaría que pronto llegara la reivindicación del peatón.
( Alma Delia Fuentes)