Semanas atrás, en un tramo del Viaducto por el que parecía imposible circular, varios conductores nos metimos en sentido contrario y el policía de tránsito sólo nos echó unos ojos de falsa rectitud. Desde ese entonces he procurado manejar con responsabilidad, como debería ser, pero en esta anarquía automovilística uno deja de ser dueño de sus actos.
Estamos, por ejemplo, los que alguna vez hemos creído que la banqueta son dos metros cuadrados más de casa y ahí, en batería, estacionamos el auto. Otros suponen que la colegiatura incluye tiempo ilimitado para parquearse en doble fila. Y están aquellos que piensan que la luz ámbar del semáforo significa no tener pánico escénico y acelerar.
Estamos los que no respetamos los límites de velocidad (debe ser un trauma que traemos desde niños). Están los motociclistas que creen que las líneas divisorias de cada carril es un riel por donde ellos deben circular, y allá de aquel conductor que lo invada. Y están los microbuseros que acumulan infracciones, como si alguien los premiara por eso.
Estamos los que hemos dicho Un ratito nomás, cada vez que nos estacionamos frente a un garaje ajeno. Están aquellos que bien saben que el tráfico no los hará avanzar más y, aún así, peleándose con la lógica común, se avientan, entonces les toca el alto a mitad de la calle y no dejan pasar a los que tienen el siga. Y luego decimos que las marchas tienen la culpa.
Estamos los que hemos visto cómo los valet parking se llevan nuestro auto en reversas imposibles o en arrancones tipo Fast and Furious… y todavía les damos propina. Están los bicitaxis que le salen a uno de todas direcciones y uno los esquiva como si fueran meteoritos. Y están los que en avenidas principales sufren un pequeño percance y no mueven los autos porque, según sabe quién, solo así el perito del seguro puede determinar quién pegó primero.
Estamos los que llevamos en el asiento delantero a nuestra mascota. Está la gente que jura y perjura que borracha maneja mejor. Y están aquellos que se brincan camellones, los que cortan camino por la gasolinera, los que creen que en una glorieta se puede rebasar, los que confunden las direccionales con las intermitentes, los que se estacionan sobre Insurgentes como si la irresponsabilidad fuera una maravilla inagotable y están los convencidos de que una bocacalle tiene preferencia de circulación.
Estamos los que no guardamos nuestra distancia y cuando le pegamos al de adelante le reclamamos. Estamos los que nos hemos pasado semáforos y los que hemos chateado y hablado por el teléfono mientras conducimos. Están los que orgullosos llevan niños sentados frente al volante o los que en la moto trepan a toda la familia, y sin casco. Están los que se meten a tu carril sin decir ái va el golpe, y los gandallas que se saltan la fila para entrar al Periférico, y los que dejan a sus amigos ya no antes, sino en el mero puente, y también están aquellos que dicen que quien maneja en el DF sabe manejar en todo el mundo. Yo, la verdad, esto sí no me lo creo.
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