Salí al balcón, vi el cielo azul y dije: voy. Fue un “voy” incierto, como si me encaminara al penoso reencuentro de un amor destruido.
Rescaté del clóset el jersey rojo y azul, y en la calle Carolina oí un ¡Vamos, Potros! Una familia me gritaba. Alcé la mano, en un débil gesto amistoso a un clan que cada vez siento menos mío. “¿A qué voy al partido? -me cuestioné-. Si el Atlante ya no es del DF, si ya no está en Primera, si el estadio de Cruz Azul fue nuestro y no lo es más, estoy yendo a apoyar un recuerdo”.
Sin embargo, el asombro llegó en el exterior del estadio, convertido en un caldero azulgrana. Brotaban tropeles, miles de atlantistas, y no para apoyar un recuerdo: aunque nos lo hubieran arrancado y degradado, al equipo le devolvíamos la vida con la simple estrategia de estar juntos. Pero vino el drama.
La puerta 19, única para visitantes, se abrió. Unas 200 personas ingresaron, luego Sofía y yo, y cuando desde el pasillo distribuidor íbamos a bajar a la cabecera, 5 policías frenaron a la multitud: “¡Suban! –ordenaron-, la porra del Atlante sólo ocupará la parte superior”. Al subir, vimos que la muchedumbre atestaba esa área estrecha: sólo cabíamos sentados en las piernas de alguien.
Volvimos al pasillo distribuidor, donde el combate iniciaba. Unos 30 agentes con equipo antimotines bloqueaban el paso a la tribuna vacía. Parte superior repleta + cabecera bloqueada = peligro. Miles de atlantistas aullaban su rabia fuera del estadio, y otros tantos, ya adentro pero impedidos de ocupar la grada, se descargaban: “¡Uleeeros, hay mujeres con niños, pónganse del lado del pueblo, van a asfixiarnos, sentido común!”. Los gritos se incendiaron ante la Policía Auxiliar, que resistía empujones, rostros demoníacos de una afición embutida en un espacio diminuto. Escudos arriba, firmes las botas, quijada apretada, los policías de Mancera repetían: “son órdenes”. Ante cualquier reclamo, colérico o respetuoso: “son órdenes”. Sí: un alguien con poder e ignorancia criminal había ordenado semejante barbaridad.
El “¡son órdenes, son órdenes!” llamaba a la tragedia de una avalancha humana, hasta que al minuto 10 ese ser supremo, acaso cómodo tras un escritorio, ordenó abrir la cabecera. Bueno, sólo la mitad, como para que los porristas, bien comprimidos, relincháramos juntitos y nos oliéramos las crines. Uno a uno, como en el cine, la policía abrió paso a una masa sulfurada que compró boleto para un espectáculo completo pero que terminó de ingresar al minuto 35, cuando quedaban dos tercios.
Acabó el partido y un jugador del Atlante se acercó a la tribuna para aventarnos su playera. Como si en sus manos hubiera una bomba molotov, 3 policías lo rodearon y sujetaron. Quién sabe si el futbolista preguntó a los policías del DF por qué hacían eso. En todo caso, en el país del absurdo y el abuso, le iban a contestar: son órdenes.