De impecable pelo alisado, exquisito traje negro de raya diplomática y corbata amarilla, el perfumado caballero abrió la palma de su mano y con un “Pase, por favor, vamos a tomar algo” me condujo con aire señorial a un salón alfombrado. Por un instante imaginé que probaría algo supremo: acaso un pinot noir Clos Vougeot traído desde los viñedos del Château de Marsannay.
Al cálido espacio vacío sólo lo ocupaba una larga mesa. Sobre el mantel verde se distribuían cinco vasitos de vidrio, colocados con una magistral equidistancia sólo posible en l’Arpège o algún otro sofisticado restaurante parisino. Pero en su interior no había rastro de vino. No: a cada uno lo ocupaba un gaseoso líquido de distinto color: verde, naranja, transparente, café y negro. Aquel hombre, Alberto, director corporativo de la refresquera Ajegroup, aclaró ante mi gesto extrañado: “Haremos una cata de refrescos. Los va a degustar”.
-¿Cata de refrescos?
-Así es. Cualquier mexicano, más que ningún ciudadano del mundo, es un experto en refrescos, y sólo acepta lo mejor. Es un catador de refrescos.
Ante la mirada atenta de ese sommelier de la bebida carbonatada, pude sentir en el de limón la sutil acidez del hexametafosfato de potasio que me destemplaba de placer, paladear con el de toronja la ligera acidez del benzoato de sodio integrada al saborizante artificial, percibir en el de naranja el dulzor de su intenso jarabe cítrico y en el de manzana el concentrado que en mi retrogusto realzaban las pizcas de sorbato de potasio.
Pero la experiencia más soberbia llegó con el refresco de cola. Aunque con el largo trago recibí una trompada calórica, lo más impactante no fue su dulzor sin piedad, sino el envase que estaba atrasito del vaso y que en esa fábrica de Huejotzingo –donde hacía un reportaje para una revista financiera-, me habían puesto para que supiera qué estaba tomando: se trataba de una Big Cola, cuya etiqueta indicaba “3.3 litros”. Sí, 3.3, un contenido que en 2007 marcaba record mundial de líquido para una botella.
La empresa había lanzado ese recipiente aterrador tras analizar ciertas estadísticas sociales: cada mexicano consumía 150 litros de refresco al año y los más pobres destinaban a esa bebida 7% de su gasto. Además, como a cada familia la componían en promedio cuatro miembros, las presentaciones de 2 litros de la competencia, Coca y Pepsi, ni de lejos cubrían la demanda de una mesa común. Hoy, que es casi un hecho que los refrescos sufrirán un impuesto especial para empachar las de por sí gordas arcas del gobierno -y de paso mitigar la obesidad y el sobrepeso del 70 % del país-, me acordé de una imagen que vi hace unos días, cuando visité lo que queda del antiguo Lago de Texcoco.
En una caminata se abrió ante mí un canal por el que fluye el drenaje del DF: el paisaje era un imponente y nauseabundo manto de basura multicolor dominado por un imperio flotante de envases de refrescos. Miles y miles creaban una eterna tumba contaminante: la desconsoladora prueba de que los mexicanos, es cierto, somos tristes catadores de ese líquido efervescente que nos ha ido intoxicando.
(ANÍBAL SANTIAGO)