El domingo pasado, salió a la conversación el tema del machismo. Mientras J y yo discutíamos respecto a los prejuicios que aún se ciernen sobre las mujeres intelectuales, llegaba, desde la cocina, el olor de unas verduras que yo había puesto a cocer para preparar la cena. Inspirado por la conversación, J se ofreció a ayudarme. Confieso que lo miré con cierta desconfianza respecto a sus dotes culinarias y le pedí que mejor cambiara un foco del techo, que acababa de fundirse. “¿Te das cuenta?”, me dijo con toda la razón del mundo, “acabas de tener un reflejo machista. ¿Qué pensarías si yo te pusiera una escoba entre las manos?” En teoría, todos estamos en contra del machismo, en contra de la desigualdad de derechos y de roles, pero basta observar un poco cómo actuamos en la vida cotidiana para darnos cuenta de que aún estamos lejos de haber erradicado esa forma de interpretar el mundo y de organizarnos, tanto en nuestra casa como en el ámbito laboral.
Soy hija de una feminista. Mi madre, filósofa del derecho, ha dedicado muchos horas de su vida a enseñar la igualdad de géneros en las aulas universitarias, a escribir a favor de los derechos de la mujer y a defenderlas en temas tan complejos como la violencia o el aborto. Cuando yo tenía diez años y mi hermano siete, empezamos a contribuir en las labores domésticas. Ambos aprendimos a guisar al mismo tiempo, ambos limpiamos una infinidad de veces la cocina y el baño de casa. Ninguno gozaba de un régimen especial en ese aspecto y tampoco se esperaba de nosotros un papel determinado. Para mí, la igualdad fue durante muchos años un tema de conversación anticuado. Miraba los derechos adquiridos por otras generaciones, como el derecho al voto o a realizar estudios, con la misma indiferencia con que la infanta Leonor debe ver los estados de cuenta de sus padres. Y me mantuve así, instalada en esa mullida indiferencia, hasta que me vi confrontada a la vida de pareja. La primera vez que me responsabilizaron por la falta de comida en la despensa y ropa limpia en el armario, comprendí que el mundo distaba de ser esa burbuja en la que yo había crecido. Sin embargo, una cosa es enfrentarse al machismo en los demás y otra es darse cuenta de una misma lo ejerce.
Los años han pasado, ahora soy madre de dos hijos varones aún pequeños. El amor que siento por ellos me impide verlos como un experimento social. Sin embargo, también me doy cuenta de que el machismo comienza con una madre embelesada y complaciente con su progenie masculina. Tampoco puedo ignorar que tengo ante mí la oportunidad de educar a dos hombres del futuro con los valores de la empatía, el respeto por el sexo femenino, la solidaridad y la igualdad de tareas y responsabilidades, valores que —aceptémoslo— aún resultan escasos en estos días. Supongo que conforme pase el tiempo, cuando mis hijos estén en edad de limpiar su habitación o, peor aún, de tener novia, las cosas se irán complicando. No quiero pensar, por ejemplo, cómo voy a reaccionar si se empeñan en llevar a casa no a una novia sino a un desfile de éstas. ¿Tendré derecho a inculcarles la monogamia? ¿Lo haría si fueran mujeres en vez de chicos?
Por el momento, la tarea ha sido fácil y espontánea. Mis hijos no descartan las actividades, los colores o los objetos supuestamente destinados a las niñas. Tienen muchas amigas y juegan a las muñecas con la misma naturalidad con la que juegan al fútbol, a los superhéroes, a los caballeros medievales. En casa, cada uno tiene un bebé de juguete al que bañan y llevan a la escuela, antes de dirigirse en triciclo a sus respectivos trabajos y luego al súpermercado.
Le expliqué todo esto a J, mientras cenábamos los vegetales. Al hacerlo, observé cómo sus ojos se iban abriendo sorprendidos. “¿De verdad juegan a la casita?” Preguntó con desconcierto, dando a entender que, en caso de tener hijos varones, a él no le haría mucha gracia. “Así es”, le dije muerta de risa. “Como ves, no soy la única en esta mesa que, sin saberlo, tiene prejuicios de género”.