Una tarde, durante una comida familiar, mi hijo mayor, que en ese entonces debía tener cuatro años, empezó a hacer una incontenible rabieta. Yo estaba enfrascada dando de comer a su hermano menor así que decidí recurrir a la niñera electrónica, mejor conocida con el nombre de ipad. Cuando vio la forma en que el niño era abducido por la tableta blanca, mi padre exclamó entusiasmado desde la cabecera de la mesa:
—¡Hay que comprar un juguete de esos para cada nieto!
Poco después, acudí a una fiesta de cumpleaños en casa de mi mejor amiga. Mientras los adultos conversábamos en la sala, todos los niños jugaban tranquilamente en un cuarto, concentrados en sus ipads. Recordé las batallas de almohadas de mi infancia, los juegos de las escondidillas y comparé lo que me había tocado a mí con la escena que tenía enfrente. El espectáculo era tristísimo y me alegré de que mis hijos no estuvieran esa noche.
Mis sospechas sobre el efecto nocivo de la electrónica en los niños se confirmaron el día en que leí una entrevista a Steve Jobs donde afirmaba restringir el uso de esos aparatos y de los teléfonos inteligentes a sus propios hijos. Yo que imaginaba la casa de los Jobs como una cueva futurista, llena de videojuegos y pantallas gigantes por medio de las cuales ordenaban el menú de la cena a la servidumbre, me quedé muy sorprendida. Las razones que Jobs daba al periodista no podían ser más convincentes: habían visto el daño que las tabletas causan en los usuarios y querían evitar que sus hijos crecieran en semejantes condiciones. Según investigadores como Nicholas Carr, los efectos negativos del abuso de Internet son la pérdida de facultades como la memoria y la concentración. En la entrevista Jobs hablaba sobre todo de la exposición a la pornografía pero también de una fuerte adicción a los aparatos que su empresa sigue fabricando. Si los dejaban jugar con las tabletas y los iphones durante los fines de semana era sólo porque pensaban que una prohibición muy estricta podía tener consecuencias adversas y despertar en ellos un excesivo interés. ¿Qué hacen entonces los hijos de los Jobs? Preguntaba el periodista. “Saltar la cuerda, jugar con plastilina y sobre todo leer libros de verdad (no digitales) con letras e ilustraciones.”.
El CEO de Apple no fue el único en tomar estas medidas respecto a su descendencia. Ni el fundador de Twitter ni la de Sotherland Gold, permiten que sus hijos tengan pantallas en el dormitorio. Cuando me enteré de todo esto me pregunté si el famoso refrán “en casa del herrero, cucharón de palo” implica que el herrero conoce mejor que nadie los riesgos y los usos incorrectos de los utensilios que él mismo produce. Con un cucharón de palo ningún miembro de su familia puede matar a los otros. Los dichos populares tienen muchas interpretaciones. La actitud de los Jobs no. Todavía recuerdo las multitudes reunidas tras su muerte en los comercios de Apple, dejando velitas y flores, como se hace en un templo. Hoy me digo sin ningún tipo de dudas que, además de enriquecerlos, sus feligreses y todos los que constituíamos su inagotable clientela, deberíamos tomarlo como ejemplo.