Hace poco, aconsejado por no se sabe cuál de sus asesores, el presidente Enrique Peña Nieto, pidió a los mexicanos que superemos el asunto de Ayotzinapa. Con la mano en la cintura instó a la gente, que desde hace meses ha salido a la calle indignada y adolorida a pedir justicia y claridad respecto al paradero de los cuarenta y tres normalistas, a que ya pasen la página.
Desde el principio esa crisis no se ha podido manejar peor. Después de echarse unos a otros la responsabilidad de esa matanza que puso sobre la mesa el contubernio entre el Estado y el narcotráfico en México, y ya con la prensa internacional encima, el presidente declaró en su primerísima pantomima de empatía —ocurrida varias semanas después— que todos éramos Ayotzinapa y asumió como suyo el dolor de su población. Esta actitud duró apenas unos días. Ahora, las consignas han vuelto a cambiar. Antes de que pasen siquiera tres meses, justo cuando se acaba de descubrir que uno de los fragmentos de cuerpo hallados en el basurero de Cocula y en las márgenes del río San Juan pertenecía a Alexander Mora y mientras el Equipo argentino de antropología forense señala que no participó, vaya a saber por qué, en el proceso de recolección de restos, el licenciado Enrique Peña Nieto nos pide, de manera infantil, que ya superemos el dolor y la crisis y que metamos, como suele hacerse en este país, toda esa tierra, todas esas cenizas, debajo de la alfombra. La manera de reaccionar del presidente no sólo es incongruente sino del todo descabellada. Primero hizo alarde de su supuesta legitimidad para reprimir las manifestaciones y ahora, empleando un tono de seminarista o libro de autoayuda, pretende que atravesemos las diferentes etapas del luto en un tiempo record. En esas cinco etapas que la psiquiatra y tanatóloga Elizabeth Kübler Ross describe tan detalladamente en su libro Sobre los muertos y los moribundos, la rabia es apenas la segunda etapa, una de las más intensas y más largas. La última en cambio es la aceptación y ocurre después de un largo proceso. Pero aceptar no implica superar ni mucho menos olvidar como le gustaría a Peña Nieto que hiciéramos (tanto con Ayotzinapa como con Tlatlaya, Acteal o el caso de Paulette), sino en mirar de frente. Aceptar significa reconocer lo que sucedió, que es lo contrario de negar. Tampoco significa perdonar. El resentimiento no es una actitud agradable ni mucho menos pero tiene una parte muy útil. En sicología se ve como un mecanismo natural que desarrollan las víctimas para defenderse y sobre todo para prevenir nuevos ataques.
Cuando el grupo Atlacomulco preparó a Peña Nieto para que fungiera como el primer mandatario de nuestro país, le hizo memorizar un guión, probablemente titulado “Mover a México”, donde se habla de reformas, mercados y PIB. Sin embargo, la realidad le estalló en su set televisivo como una bomba que abrió las coladeras y puso de manifiesto el estado putrefacto de las cañerías. Buscando una paz aplacativa y no restaurativa, quiere cubrir el hoyo lo más rápido posible y volver a su discurso inicial, el que se aprendió de memoria, el único que le interesa, la misión que le encomendaron. Nosotros en cambio tenemos otra misión: hacernos cargo de nuestro resentimiento, atravesar el luto con la lucidez y la creatividad suficientes para asegurarnos de que nadie vuelva perpetrar esos abusos. No señor presidente, no vamos a superar Ayotzinapa y, si lo hacemos algún día, será cuando la muerte de todos esos estudiantes haya valido la pena.
(Guadalupe Nettel / [email protected])