Todavía faltan algunas semanas para el 7 de junio pero estas elecciones ya han dejado algunas lecciones interesantes, en particular, aquella que muestra que en estos tiempos prácticamente todo se conoce.
Que le pregunten si no al candidato del PAN al gobierno de Querétaro, Pancho Domínguez, quien se quiso colgar la medalla de ser muy transparente con su patrimonio. El resultado fue contraproducente pues se supo que entre las propiedades reportadas había olvidado un rancho de grandes dimensiones. Caso similar al de su rival, el aspirante del PRI Roberto Loyola, quien se negó a hacer pública su declaración patrimonial. Menos de una semana después un diario local difundió que entre su esposa y él poseen 31 bienes inmuebles.
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Y la historia se repite en otros puntos como en Sonora, donde el aspirante del PAN a la gubernatura, Javier Gándara, dijo que para sus viajes por el estado le rentaba un avión a una compañía. Lo que no dijo, y que después se supo, es que la empresa es de su esposa. Y ni hablar de las que ha pasado la candidata del PRI Claudia Pavlovich, quien ha sido cuestionada con fotos de las aeronaves que ha usado para trasladarse por el Estado e incluso con la grabación ilegal de algunas de sus conversaciones telefónicas.
Por supuesto en estos casos hay de todo: desde acciones que van contra la ley hasta recursos formales que permiten saber quiénes están detrás de una empresa o de una propiedad, desde filtraciones hasta trabajo periodísticos; en todo caso el común denominador es la idea de que siempre habrá alguien capaz de obtener y difundir información que algunos quisieran mantener oculta.
Si lo dudan, vean lo que pasó con los casos de Ayotzinapa, Tlatlaya o Apatzingán, o lo que hoy sabemos sobre las casas del Presidente Peña, su esposa, el Secretario de Hacienda o el Secretario de Gobernación.
La idea de que vivimos en casas de cristal donde todo termina por hacerse público se muestra cada vez con mayor claridad. ¿Qué implica esto? Que si bien no debemos elogiar las ilegalidades, sí debemos suponer que avanzamos hacia una sociedad en la que los secretos terminarán, tarde o temprano, por develarse. Y que si esto se entiende bien, obligará a los actores políticos a actuar con la conciencia de que sus actos se terminarán por conocer. La apuesta es que eso los haga pensar dos veces antes de cometer alguna irregularidad.
Para que eso funcione, claro, tenemos que lograr que la transparencia implique también rendición de cuentas y que, una vez que una conducta sea conocida, se asuman las consecuencias. En esa tarea tienen un papel central las autoridades y, por supuesto, también los electores que tendrán que decidir – por lo pronto en esta elección – qué hacen con la información que hoy tienen en sus manos.
( Mario Campos)