Estoy instalado en la edad de la nostalgia. Hace unos días, en una posada infantil en la que coincidí con un amigo de mi edad (somos protocuarentones: tenemos 38), hablamos del paso del tiempo y nos descubrimos extrañando los viejos buenos días, cuando nuestros compañeros de borrachera se metían gotas para desinflamar los ojos por las narices. El efecto era notable: adormecimiento cerebral y algo así como dos o tres horas de imbecilidad babeante. ¿Quién podría extrañar eso? Nosotros. Enfrente de una mesa con quince tipos diferentes de pay y bandejas rebosantes de galletitas navideñas sin gluten, las gotas para los ojos adquirieron una dimensión épica y subversiva. Aunque idiotizaran.
¿Qué más extraño? Los años en que las Chivas de mis amores eran un equipo humilde, luchón, competitivo, con su pasado glorioso aún fresco, que de pronto se ponía al tú por tú con rivales que le quintuplicaban el presupuesto. Las ansias de su actual dueño, Jorge Vergara, por armar una suerte de nuevo América, es decir, un equipo prepotente, sobrado, rebosante de billetes, han conseguido que aquel ethos desparezca y el resultado es el actual conjunto mediocre que está al borde del descenso. A veces me descubro extrañando los tiempos en los que los locutores de Televisa no cantaban los goles de las Chivas porque parecían molestarles de forma personal, como si les fueran a poner una multa por levantar la voz. Ahora ya no tiene problema porque las Chivas ni siquiera tiran a gol.
Otro ingrediente de esta protovejez añorante es la nostalgia por el alcohol. No porque haya dejado de beber sino porque las cantidades y frecuencias con que lo hacía son ya inalcanzables, a menos que mis propósitos de año nuevo involucraran ser beneficiario de una donación de riñones.
Al menos allí hay una variante en la que el presente gana: más vale whisky escocés en mano que cualquier mezcal adulterado del ayer revoloteando en la memoria.