“¡Que tengan un excelentísimo día!”. Luego de la rigurosa expropiación de un pesito extra (alguien puede explicarme si por ley o por regla de la vida casi ineludiblemente el taxista se cobra al menos un peso extra de la tarifa marcada en el taximetro?), el taxista nos despidió con alegría y entusiasmo digno de un familiar cercano y amoroso. Tanto fue el apapacho, que Celu intrigada me preguntó “¿por qué nos dice eso?”
Hace falta ser mas amables en esta ciudad, le traté de explicar a mi hija. Seguro en el planeta y en el sistema solar también, pero nosotros vivimos aquí y aquí es donde urgen buenas dosis de consideración por el otro.
Considerar al otro ayudaría a que todos viviéramos mejor.
Considerar al peatón por ejemplo, y no lanzarle el auto sólo porque “tengo prisa”, ¡qué novedad!, en esta ciudad todos-tenemos-prisa.
Nunca deja de sorprenderme la falta de cortesía entre usuarios de transporte público y vialidades (es decir, entre TODOS los que vivimos y nos transportamos por cualquier medio en esta ciudad).
En el metro, por ejemplo, debo tener la peor suerte del mundo, pues aunque lo uso poco, siempre acabo sintiendo que es cuestión de “sobrevivir y acomodarse” a como de lugar, a punta de culazos o codazos o nalgueando, empujando, aventando la bolsa, insultando por la gordura o la naquez de aquel que ose ganarnos el asiento o abordar primero.
Caminar no resulta más cómodo. Cuando nació Celu, padecí el suplicio que esta ciudad es para las personas con discapacidad, ya sabemos (o asumimos) que rampas y accesos adecuados son un sueño imposible, pero además, los conductores no se inmutan y prácticamente “echan” el carro encima de quien sea, incluso con luz roja. Juro que todos los santos días pensaba en que esta era una forma de discriminación vial que debía atender con urgencia Ricardo Bucio, presidente de Conapred.
Cuando empujaba la carriola de mi hija, o cuando ahora la tomo de la mano para cruzar la calle, sigo preguntándome si esta gente nació de probeta, si nunca ha sabido lo que ser transeúnte con un niño pequeño o con una persona con dificultades para desplazarse. Y encima, protegidos por sus láminas, algunos aceleran hasta poner los pelos de punta al atolondrado peatón, el “jodido”, como a veces nos gritan, porque en esta ciudad, caminar para hipsters… o para jodidos.
Eso es transportarse fuera de la burbuja del auto particular: puede ser complicado, riesgoso para la salud y hasta más caro que lo previsto, pero cuando me topo con un taxista tan extraordinariamente amable, se impone el buen momento, y para no amargarme por el abuso del robo hormiga, me consuelo pensando que nada en la vida es gratis y considero que ese buen humor quizá se debe a que pudo agandallar unos pesitos extra.