Contrario a lo que el título pudiera sugerir, esta columna no trata acerca del heroico trabajo de nuestros legisladores que, tras haber tenido un desempeño histórico reformando leyes fundamentales para el país a partir de discusiones transparentes y profundas y consultas a especialistas y distintos sectores de la sociedad civil, han conseguido –por fin– poner a nuestra suave patria en el rumbo del bienestar y del progreso. Ellos ya tienen su premio (millones de pesos por buena conducta) y no necesitan de más apapachos.
Esta columna trata de la más reciente película de José Luis Valle llamada Workers. Así, en inglés y a propósito, exhibiendo desde del título un gran pero sutil, elegante y discreto sentido del humor. La película lleva dos tramas de manera paralela que jamás se cruzan y que cuentan la historia de diversos personajes de la llamada, eufemísticamente, “clase trabajadora”.
El primero de ellos es un hombre cuya edad debe rondar los sesenta años. Salvadoreño (“Eso está por ahí por Guatemala en Sudamérica, ¿no? “Le dice su jefe en una escena”). Excombatiente en Vietnam (“Nos dijeron que si peleábamos en Vietnam nos darían la nacionalidad. No nos cumplieron”). El ansiado día de la jubilación le anuncia a su jefe, postrado en el cielo de los gerentes, “Hoy cumplo 30 años de trabajo”. Entró a trabajar un 4 de septiembre de 1969, día en el que se inauguró el metro en la Ciudad de México, recuerda. Su jefe, un protoyuppie con el cerebro fundido, encuentra en su condición de ilegal la oportunidad para seguirlo explotando. A partir de ese día, Francisco se convierte en un mudo, silencioso e infatigable anarquista que a través de pequeños boicots fragua su venganza lentamente.
La otra historia discurre alrededor de quien suponemos es la madre de un narcojunior. Infatuada por una perrita galgo, a quien con mucho ingenio ha llamado Princesa, malvive sus últimos días exigiendo a un grupo de sirvientes que le den un filete de primera calidad a la perra, que la bañen con agua purificada precalentada a una cierta temperatura y, sobre todo, que cuando la lleven a pasear nunca la lleven por los barrios feos de esa chingada ciudad tan fea que es Tijuana.
El uso de la cámara es ejemplar. Casi siempre con tomas fijas que permiten que las escenas se escancien con paciencia y naturalidad. Mostrando el trasiego de personas descastadas, expulsadas del “paraíso del progreso neoliberal”, orilladas a sobrevivir en una jungla en la que el azar y la fuerza son los dos elementos esenciales para prolongar la vida. En uno de los gestos más hermosos de la película, Francisco, el guerrillero de las microinsurrecciones, deja de permitir que su lomo sea una sentadera de unos tipos resentidos y minúsculos a partir de que un niño desquehacerado lo enseña a leer y escribir.
Workers es una película que exhibe con buen humor el abyecto sistema que rige nuestro país. Uno que tiene congelada –pasmada– la movilidad social. Que permite que, sobre todo en los extremos (los ricos y los pobres), la condición de vida sea absolutamente hereditaria.
La película, hermosa en su cinematografía, cruda en sus fundamentos, divertida en su tono y su narrativa, tendrá una circulación minúscula comparada con recientes blockbusters mexicanos como Nosotros los nobles o No se aceptan devoluciones. Un factor que le otorga a la cinta un carácter radiográfico aún más preciso acerca de la alarmante salud de nuestra psique colectiva.
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