Ayer, por primera vez en la historia, se conmemoró el Día Mundial contra la Trata. ¡Qué bueno!. Para resolver un problema, lo primero que hay que hacer, es aceptar su existencia y darlo a conocer. Aunque nos haga reconocer y aceptar cosas que no quisiéramos.
Soy mujer, de origen indígena, nací en la pobreza extrema y sí, como millones, también fui víctima de trata. Desde bebé. No supe nunca quienes fueron mis padres, pero sé muy bien quienes eran los que desde pequeña, me rentaban. Así como suena: me volvieron drogadicta desde las semanas de vida, pues me daban sustancias para mantenerme dormida mientras alguna desconocida mujer mendigaba y me utilizaba con el fin de causar lástima.
Así pasé mis primeros años de vida. Hasta que fui demasiado grande y pesada para poder ser traída en brazos. Sí, eso es trata también, pues es una forma de esclavitud. Comprender que la trata no sólo es tráfico de personas con fines sexuales, es parte fundamental de conocer el problema, muy amplio y muy activo en nuestras sociedades modernas. Porque la trata es todo lo que tenga que ver con el comercio de personas y con la esclavitud.
En fin, ya más grande, adicta y con fiebres y temblores por el síndrome de abstinencia, esos hijos de la fregada me abandonaron en un DIF del Estado. La verdad es que tuve suerte. Porque a la mayoría de bebés que les pasa lo que a mí, cuando no hay espacio, o recursos, o ganas, los tiran a la basura para que se los coman los perros o sean parte de la nota roja de unos días después. Pero yo tuve la fortuna de que me dejaron vivir y que me encontró en la puerta del instituto una buena mujer, que sabiendo la suerte que correría, me llevó a un convento donde algunas monjas me acogieron, así en tan deplorable forma como estaba.
Las religiosas me socorrieron de inmediato y me cuidaron, estuvieron pendientes de mí desde el día uno, es verdad. Me dieron ropa, me instruyeron en la religión, me alimentaron, me dieron educación primaria. También me disciplinaron cuando fue necesario. Me enseñaron que la vida no es fácil -claro, nada era gratis-. Tenía que trabajar por varias horas para lograr pagar mi comida de la semana, sin importar que fuera yo una niña. Viéndolo positivamente, me formó carácter.
Aunque en realidad me preparaban para un empleo formal que llegó cuando cumplí doce años: cocinar, hacer limpieza, servir mesas y atender a una familia de abolengo que me llevó con ellos. El trabajo era muy pesado. Con horarios largos, regaños y descansando sólo cuando los señores estaban de viaje. Y sí, todo lo anterior también es trata. Porque nunca se me preguntó si quería hacerlo y se comerció conmigo. ¿Qué debiera estar agradecida porque me enseñaron a “ganarme el pan”? Pues no. Es con todas sus letras, una forma de esclavitud, aunque suceda mucho y hasta ahora haya sido bien visto. Y es que la línea entre la labor social y la trata, puede ser sumamente delgada y no hemos querido evolucionar como sociedad y comprender que hay formas correctas e incorrectas de hacer las cosas.
Sé que es duro decirlo, pero nadie, hasta ahora, lo ha querido ver ni vigilar. Y ese es justo el problema más grave de todo lo que ha sucedido últimamente en casos como el de la Guardería ABC o el de Mamá Rosa: que como sociedad, nos centramos en el estrépito mediático, pero se nos olvida que el origen del problema es que el Estado, no está cumpliendo su papel como el único responsable de ver por los niños que quedan bajo su resguardo. Por eso mismo, les cuento hoy mi historia; para reclamarles cabrones, que se dejen de hacer los indignados y después se olviden de nosotros hasta el siguiente escándalo, cuando el problema real es que no se estén tomando medidas para evitar que casos similares, no se repitan una y otra vez.
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(J. S. ZOLLIKER)