La violencia está desbordada en donde viven. Su patria, que les debiera cobijar, les representa el riesgo mayor de su vida: perder la existencia misma en cada esquina, ya sea por una bala perdida o por el abuso de algún criminal.
Los niños abordan un tren, una bestia de metal que chilla y cruje por dentro. Suena el silbato del ferrocarril para marcar sus vidas antes y después de este momento. Un sonido que no podrán olvidar nunca a pesar de que no hay en todo el idioma español, una palabra para nombrarlo con exactitud.
Como es imaginable, les asusta el ruido, el clima extremo, las condiciones en que están, la falta de limpieza, la incertidumbre, el que no hayan mayores de edad cuidándolos o el que más adelante se puedan topar con más adultos malos, como los tipos que tienen jodida su región, sin esperanzas, llena de cadáveres, bestialidad y sangre.
El rango de edades es variado. Algunos son adolescentes, otros apenas saben hablar por sus pocos años de vida. Eso sí, todos llevan consigo un papel con una dirección de familiares que viven en el lejanísimo destino, algo de dinero reunido que es a todas vistas insuficiente, y un poco de comida y agua que saben no les va a durar más de dos días a pesar de que la travesía durará semanas enteras.
El metal de las ruedas comienza a golpear las vías de acero. A lo lejos, se escucha una tía que les grita con la respiración entrecortada, desesperada: “¡Que no se vayan! ¡que se queden! ¡bájenlos por amor a Dios!”, pero ya es demasiado tarde. Aquella máquina arranca y no se detiene por nada ni por nadie, como si el armatoste supiera que la tierra que deja atrás, se desborda de inseguridad, injusticia e impunidad.
Nadie sabe si van a llegar con bien. Pero se sabe con certeza, que mientras estén en trayecto, el ambiente será hostil, estarán hacinados, con riesgos físicos, con hambre y sed y que habrá quienes quieran robarlos, violarlos, golpearlos.
Es una crisis humanitaria, que se define como “una situación de emergencia en la que se prevén necesidades de ayuda” a estos infantes en un grado muy superior a lo que podría ser habitual, y que “si no se suministran con suficiencia, eficacia y diligencia, desembocará en una catástrofe”.
Estas determinadas “crisis humanitarias”, surgen por el desplazamiento de refugiados, o por la falta de recursos para atender a cualquier víctima. Y estos niños, definitivamente son víctimas y refugiados.
Inmediatamente, el gobierno mexicano, sensible de la crisis que se le presenta, reúne recursos, se conjunta con organizaciones civiles y toma todas las medidas que están a su alcance para poder brindarles atención médica, comida, techo y seguridad.
TELEGRAMA: México, D.F. de junio de 1937. Sr. D. Manuel Azaña, Presidente República Española, Valencia. “Tengo el gusto de participarle haber arribado hoy sin novedad a Veracruz los niños españoles. […] El Estado toma bajo su cuidado a estos niños rodeándolos de cariño y de instrucción […] Salúdolo afectuosamente. Presidente Cárdenas
En ese entonces, México recibió a poco menos de 500 niños que huían de la Guerra Civil española en calidad de víctimas y refugiados. Hoy, siete décadas después, por México pasan cada año, casi 15 mil niños —solos, sin ningún tipo de ayuda—, que son también víctimas y refugiados huyendo de centro y Sudamérica. Van camino a los Estados Unidos de Norteamérica.
¿Qué hará su gobierno, Presidente Peña Nieto, con la responsabilidad histórica que hoy le toca?
(J. S. ZOLLIKER / @zolliker)