Los filósofos de todos los tiempos y todas las latitudes nos aconsejan pensar constantemente en la muerte y, sin embargo, la tendencia natural consiste en fingir que no existe, que se trata de una leyenda o, en el peor de los casos, de algo que sólo le ocurre a los demás. Como sucede con todo lo que nos produce angustia, resulta desagradable pensar en ella y también visitar los cementerios.
Fue el afecto por mis escritores favoritos el que me llevó a abandonar el territorio del Père-Lachaise y a cruzar el Sena hasta Montparnasse, donde están enterrados Cortázar, Sartre, Cioran, Vallejo, entre otros. El cementerio de Montparnasse, sobre todo si se compara con el Père-Lachaise, es mucho más moderno y ordenado. Si en el primero hay tumbas que podrían parecer hechas de hueso derruido o de harapos, en el segundo las sepulturas son limpias y nuevas. Con esto no quiero decir que este cementerio carezca de personalidad. Todo lo contrario, tiene mucha, pero es una personalidad acorde al siglo XX y no a un amalgama de épocas como el que había frente a mi departamento.
Es sabido que la vida de estudiante permite actividades tan bucólicas y ociosas como la de visitar muertos que no nos duelen. Una vez terminados mis estudios y, sobre todo mi beca, dejé de dedicar tanto tiempo a los paseos tanatológicos como los llamaba un amigo mío. Sin embargo, cuando viajo a una ciudad desconocida procuro conocer también el lugar donde descansan sus muertos. Los cementerios dicen mucho acerca de un pueblo y su cultura que, aun si lo olvidamos con frecuencia, no sólo está conformada por quienes habitan en la superficie.
(GUADALUPE NETTEL)