Escritor mexicano nacido en Guadalajara. Autor de las novelas El buscador de cabezas, Recursos humanos, Ánima y La fila india.
Siempre me ha parecido que aplaudir es acto propio de simios, emparentado directamente con el gruñido, el salivazo y el espulgado de pelaje. ¿Cuál es el motivo de que choquemos una mano con otra (y, en caso extremo, gritemos además un conmovido “Uhhhh”) para mostrar nuestra aprobación o contento? Es un acto reflejo y su aprendizaje resulta tan sencillo que no hay bebé que no lo reproduzca luego de que sus padres le festejen la primera gracia. Como no vomitar la papilla, por ejemplo.
No hay cosa más fácil en el mundo que ‘jalar’ un aplauso, a menos que nos encontremos en medio de una audiencia pletórica de enemigos jurados. Es cosa de ponerse a batir palmas para que seamos imitados por quienes nos rodean. Así estén todos reunidos en la presentación del libro más tedioso del planeta y hayan asistido sobornados u orillados por alguna convención social temible (el autor, por ejemplo, es un cuñado y ni para dónde hacerse), aplaudirán ruidosamente cada vez que el moderador se los indique con su propio aplauso.
Porque esa es una de las características principales del aplauso: que puede ser un gesto de hipocresía total. Aplaudimos a quien dio un discurso soporífero y cretino (del que nos hemos reído en voz baja con nuestros compañeros de asiento) en cuanto cierra la boca. Aplaudimos al profesor detestado en su cumpleaños, aunque sea sin ganas y sólo movidos por el apetito de que no nos truene en el examen. Aplaudimos también las baladas con que un cantante de cuarta ameniza un brunch, aunque sean desentonadas y horripilantes.
Y, desde luego, el aplauso puede ser cómodamente comprado. Es fama que los compositores de ópera adquirían los servicios de ‘claques’ (barras de fanáticos gritones) que desataban una cascada de ovaciones en los palcos con tal de contrarrestar a las claques que sus rivales pagaban para abuchear sus estrenos (la versión moderna de esta práctica son esos bots que tuitean loas al funcionario que los contrata y maldiciones a sus enemigos, así como esos columnistas que no hacen sino repetir lo que ciertas áreas de comunicación oficial o empresarial les indican, como si fueran producto de sus investigaciones o sesudas reflexiones).
Si, entonces, un aplauso no es prueba fehaciente de nada, porque se puede fingir con mayor facilidad que un estornudo ¿para qué quiere el Presidente de la República que la prensa le aplauda? ¿Por qué se da el lujo de decir, al final de un discurso, “Ya sé que no aplauden” con tono de amante despechado?
Ibargüengoitia recuerda haber visto a Lázaro Cárdenas presidir un desfile y que prácticamente ninguno entre los asistentes celebrara su paso. Nadie, a estas alturas, pondría en duda la pertinencia y trascendencia de sus acciones basándose en el número de porras que recibía. No: lo que el Presidente reclama es que no lo rodee la ilusión del aplauso. La misma ilusión de que un país progresa si nadie se atreve a disentir en voz alta y se prefiere la inercia boba del aplauso.