El último adiós al boleto del metro de la Ciudad de México ante la llegada de la Tarjeta de Movilidad Integrada
Gabriel Rodríguez Liceaga
Ya no habrá boletos del metro en el porvenir. En las 12 líneas y las 195 estaciones que abarcan la inabarcable ciudad de México, tendremos que ingresar usando la tarjeta de Movilidad Integrada los millones de pasajeros que a diario vamos a nuestros destinos usando el Sistema de Transporte Colectivo Metro.
Yo no me explico por qué jamás he comprado ni usado la susodicha tarjeta. ¿Síntoma de vejez o enamoramiento por el pasado? Yo diría que enamoramiento por los boletitos. El hecho de que en una de las caras del rectángulo, arriba de la franja marrón, dijera UN VIAJE, siempre me pareció una metáfora incluso cínica, dulce; sí es todo un viaje viajar en metro.
Además, siempre me hizo muy feliz traer uno conmigo cuando estaba, precisamente, fuera de la ciudad. Es así: estoy enfrente del populoso mar o de la Huasteca Potosina, y en la mano tengo un boleto del metro, sonrío, pues siento como si llevara un pedazo mínimo y enorme de mi CDMX en la cartera.
Leo que los primeros boletos del metro fueron impresos en Francia y traídos en barco desde Veracruz. Leo que la edición especial del último tiraje está siendo revendida a precios estrafalarios. Leo que todos los boletos estarán exhibidos perpetuamente en el Museo del Metro de la estación Mixcoac.
Recuerdo cuando era un jovencito y los lunes muy temprano vendían las famosas planillas. Comprar los boletos en mayoreo te hacía merecedor de una generosa rebaja. Recuerdo las enormes filas de gente afuera de metro Chabacano. Yo iba hacia mi prepa onda seis de la mañana. Si no llevabas boleto tenías que hace fila, era casi un hecho que llegarías tarde a la primera clase. Los que conformábamos la hilera éramos gente humilde: campesinos o fayuqueros, marchantas y mamás, estudiantes de todos los grados. Gente que necesitábamos el descuento, vaya. Con lo ahorrado me compraba papaya en vaso.
Siempre odié que el torniquete no funcionara y el oficial te dejara pasar sólo si tú rompías con tus propias manos el boleto. Fea experiencia, una falla grave en el natural flujo de las cosas. No exagero.
¿Quién no anotó con pluma, una dirección o el número telefónico de un ligue en un boleto del metro?
Antes de meterlo por la ranura te enterabas de que esa semana se celebraba el Día internacional de los Pueblos Indígenas o de que El TRI de Alex Lora cumplía 48 años o acababa de ser el aniversario del Museo del Templo Mayor.
En estos tiempos en los que nuestro calendario está tan supeditado al gringo (Grammys-SuperBowl-Óscares), daba gusto tener a la mano una agenda netamente nuestra. El boleto de la Familia Burrón, el de Octavio Paz, el de María Félix, el de Cri-Cri. Un calendario, digamos, de nuestra cultura. Caramba.
Los boletos del metro siempre nos han hecho sentir que formamos parte de algo inmenso. Y ya no habrá más. Serán piezas de museo, no ya algo que se lleva en la cartera o con lo que te sacas la comida entre las muelas. Igual, recomiendo no hacer eso último. No habrá boletos del metro en el porvenir. Pero eso está bien. Hay que evolucionar, meternos entre las grietas del futuro a como de lugar.
Cae en mis manos un boleto del tiraje conmemorativo. “ÚLTIMO BOLETO DEL METRO. Edición final del boleto magnético”, leo en una de sus caras. No. No lo enmarcaré ni atesoraré entre las páginas de un libro. Aunque sé que me veré tan ridículo como los coetáneos que fueron a despedirse de la Palma en Reforma hace unos meses, decido darle a mi ejemplar una ceremonia del adiós, usándolo. Lo meto en el torniquete. La fuerza interna del aparato lo engulle y escucho el sonido característico que me da acceso, pues, a la ciudad y sus confines. Hasta nunca, boletito del metro. Fue bello mientras duró.