Un viaje por Chiapas, por @wilberttorre

“Chiapas está mejor que nunca. Más bonito, más avanzado, más tranquilo”, escribió Álvaro Cueva en Milenio. “Un estado diferente, renovado, donde hasta los animales se ven felices”.

Chiapas es un viejo conocido mío. Estuve por primera vez en el  92 para escribir sobre la repatriación de miles de indígenas que se habían refugiado aquí y volvían a Guatemala  después de la guerra, con sus hijos nacidos en México, una esperanza desmayada y escasas pertenencias.

Volví dos años después en el levantamiento del EZLN y viví allá de manera intermitente cerca de dos años. Con Jorge Ríos, fotógrafo nómada, recorrí Chiapas hasta que nos quedamos sin ánimo y aliento.

Desde la matanza de Acteal en el 97 no visitaba el Estadio de la marimba y los últimos lacandones sobre la tierra, hasta que volví hace unos días. Llegué a Palenque y manejé cuatro horas hasta San Cristóbal de las Casas.

Lo que descubrí en la carretera no es nada diferente a lo que encontré hace veinte años. Vi niños y viejos que vestían botas altas y caminaban llevando en los hombros pilas de conejos, armadillos y tepezcuintles que habían cazado para alimentar a sus familias.

Vi letreros que anunciaban “se bende beceros” y “tayer de mecánica” y “cosina rápida”. Vi niños de la edad de mi hijo de segundo de primaria con las frentes abrazadas por lazos, haciendo milagros de equilibrio con pesados cargamentos de leña para venta. Vi chozas de madera y ropa agujereada secándose al viento.

En San Cristóbal vi a las indígenas de hace 20 años y a sus hijas –como antes mi padre y mi abuelo vieron a sus madres y sus abuelas– ofreciendo pulseras y cojines con el colorido de una alucinación de madrugada y sus niños atados a un rebozo en las espaldas. Las vi en Santo Domingo tumbadas sobre el piso, exprimiendo la leche de sus senos enjutos en la boca de sus hijos más pequeños.

En San Juan Chamula vi un ejército de trabajadores armar en un suspiro un monumental escenario de aluminio para recibir al presidente Enrique Peña Nieto, y a unos pasos de ahí volví a ver niños de cinco años trabajando en las calles fangosas donde tres  indígenas jóvenes trastabillaban con sus abrigos de borrego apestando a aguardiente.

En Montebello vi a Sebastián, un indígena de 1 metro 48 descendiente de guatemaltecos que trabaja como guía para ganar 100 pesos en un buen día y  mantener a su familia. En el lago donde Antonio Banderas se arrojó de un acantilado por una cerveza vi a Erick, un flaco que nació dos años después del levantamiento del 94 y que debió abandonar la escuela para sostener a su madre y a sus hermanas con su trabajo de remero de una balsa de madera de corcho.

En Boca del Cielo, la playa donde Gael García Bernal y Diego Luna comparten amores en “Y tu mamá también”, vi a Paola, una morena de 26 años y caderas estridentes que asea casas de turistas, cocina, lava, plancha y hace mandados para vestir y alimentar a sus cuatro hijos.

En las horas finales pasé por comunidades zapatistas de los Altos. Ví estrellas rojas y poemas de resistencia. Vi niños descalzos y con las panzas infladas de siempre muy cerca de donde vive Zenaida, la niña a la que una bala dejó ciega en la matanza de Acteal.

Han pasado casi 17 años desde que sus ojos se nublaron y aún vive en la precaria cabaña de madera y palma de sus padres asesinados, con piso de tierra, con su tío que intenta sobrevivir de la venta de café, en la misma pobreza de miles de indígenas en Chiapas.

En mi viaje también vi decenas de perros flacos. Y no parecían felices.

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(Wilbert Torre)