La verdad es que no sé cómo se llama la señora. Y me pasa con todos mis vecinos, aún cuando tengo 16 años de vivir en el mismo edificio. Esa mala costumbre de los chilangos de vivir juntos y, al mismo tiempo, tan lejos.
Sé que uno es maestro universitario, otra supongo que tiene su oficina cerca (porque veo que siempre se va en bicicleta), a una le dicen “la química” y a otra “la maestra”. Hay otro que tiene dos hijos, como de 4 o 5 años, que son un encanto.
Pero la vecina a la que me refiero es la más nueva. Ya nos hemos topado una o dos veces en los pasillos. Llegó hace apenas unos meses a rentar ese departamento que está a la entrada del edificio en el que vivo, en el que sólo vivimos 12 familias y que está en una calle chiquita, de apenas dos cuadras en la Santa Cruz Atoyac, una colonia que no debe medir más de 20 cuadras, atrapada entre la Del Valle y la Narvarte, en plena delegación Benito Juárez.
Fue esa vecina la que vivió la “experiencia” el sábado de la semana pasada.
Cuenta que eran como las 11 y media de la mañana y, como era sábado de puente, había muy poca actividad en la calle. Pocos autos estacionados y nadie caminando, algo que sólo sucede en un día así, porque el resto de la semana nuestra calle es un gran estacionamiento de quienes trabajan en la Secretaría de Agricultura, que tenemos a sólo dos cuadras de distancia y que provoca que vivamos peleando por un espacio para estacionar el auto. Una historia común en una calle de clasemedieros de la Ciudad de México.
El asunto es que apenas salió del edificio -insisto: a las 11 y media de la mañana- y se topó con dos jóvenes que la encañonaron con una pistola.
Nadie lo vió.
Los dos muchachos la obligaron a abrir la puerta del edificio y meterse a su departamento. No le hicieron nada, sólo se robaron computadora, algunas alhajas, algo de dinero. Y se fueron.
Ya saben, cuestión de minutos.
La mujer quedó en shock y dice que tardó más de un día en recuperarse.
No hubo gritos ni forcejeos. Nadie vió y nadie escuchó.
Yo estaba en mi casa, que queda un piso arriba, con una de mis hijas. Mi esposa, en cambio, salió de casa cuando estaba ocurriendo el asalto, con mi otra hija, quizá unos 15 minutos después que mi vecina. Pero tampoco vio nada. Pasó enfrente de la puerta de mi vecina.
El saldo final: objetos robados, no hubo violencia, ya se presentó la denuncia. Y, como seguro todos coinciden, nada pasará.
La señora sólo atinó a decir: siquiera no me hicieron nada.
La historia, estoy seguro, a muchos de ustedes les sonará -y con razón, porque quizá han vivido cosas peores- chiquita.
A mí me tiene muy asustado. Me siento indefenso, inseguro.
¿Y si hubiera sido mi esposa (sólo pasaron 15 minutos)? ¿Y si los asaltantes, por cualquier razón, se ponen violentos? ¿Cómo evitar que ocurra otra vez? ¿Te asomas, buscando caras sospechosas, antes de abrir la puerta o de sacar el auto del garage?
Fue tan rápido…
Quizás una de las peores partes es que sabes bien que los asaltantes no serán detenidos, que no habrá cambio en los rondines de las patrullas, que sólo queda esperar que esos asaltantes consideren que, para evitar ser detenidos o identificados, ya no repitan edificio.
Créanme que sé que es una historia chiquita. Pero para nuestro pequeño mundo clasemediero, no lo es tanto. Vivir inseguro es uno de los peores daños que pueden hacerte. Y esperar que el Estado me lo resuelva (como debería ser), suena a un sueño imposible de cumplir.
Quizá, al menos, esta experiencia sirva para corregir el error de vivir tan lejos de mis vecinos y juntos enfrentemos la violencia que significa irrumpir en tu casa.
El vigilante de un estacionamiento que está frente a mi casa sólo nos dijo: “es que ya se acerca Navidad y los asaltos aumentan. Hay que esperar”.Sabio él, que sabe enfrentar el miedo.
Yo no.
(DANIEL MORENO CHÁVEZ / @dmorenochavez)