Desde las seis y media de la mañana se le ve barriendo la banqueta, apilando basura, desmontando muebles viejos arrumbados en la calle por algún vecino que los sentía un estorbo. A partir de las siete ya tiene su “taller” instalado en la acera, justo a unos pasos de mi puerta, y comienza a recibir encargos de sus primeros clientes del día. Desde esa hora se le ve empotrado- sentado en un banco, las piernas recogidas- dentro de su carrito de lámina pintada de amarillo y ventanas de lona, en un espacio de metro y medio por metro y medio.
Su taller parece una máquina del tiempo que no viaja al futuro. Más bien nos transporta a otro tiempo donde no existen las prisas, donde las pertenencias no son desechables, donde la gente se detiene a mirar, se saluda y se da las gracias, donde se valora lo sencillo y se dedican horas a lo absurdo como lo es salvar zapatos con suela transparente por el desgaste.
Leonardo Vera Jiménez, Don Leo, –sesentaycuatroañero con dedos entintados de negro, lápiz sobre la oreja, uniforme de bata azul, verruga en un párpado y pelo cano estilo hongo como los príncipes medievales de los cuentos infantiles- es un Guepetto moderno.
Esta mañana con una pinza jalaba una aguja atorada hasta que la obligó a salir de la dura piel de una bolsa y quemó con un encendedor una última hebra, antes de hurgar entre un montón de bolsas de plástico para encontrar una bota mía recién salida de su quirófano, a la que pintó y remendó de sus cicatrices abiertas por el uso.
Ésa es su misión: dar vida útil a lo que parece desechable: bolsas, cinturones, zapatos, mochilas, maletas. Él remienda, pinta, cambia o refuerza suelas, instala broches, cierres, zípers y correas.
En su cápsula-taller, a veces copiloteado por su esposa Ana Zarza, con el tinglado de prendas a punto del desuso como único paisaje, permanece de lunes a viernes hasta las cinco de la tarde, hora de regresar su taller-carrito al estacionamiento donde le alquilan un rincón para guardarlo. Desde hace dos décadas se instaló en el mismo punto; metros adelante, metros atrás, según la temporada y los humores de los vecinos.
Mientras el barrio muda –y gente hace fila afuera de los restaurantes de moda, acomodadores de autos corren como poseídos y manejan en reversa para asegurarse un sitio, el supermercado atrae y expulsa gente como si fuera hormiguero, negocios tradicionales entran en quiebra mientras abren nuevos más sofisticados, muebles rotos amanecen tirados en las calles a lado de campamentos de inquilinos recién desalojados—,don Leo, como monje budista, se concentra en su trabajo de rescatista. No sólo de zapatos, también de los bolsillos de sus vecinos. Desde ese puesto ayuda a todos a sortear crisis económicas (ha notado los últimos meses que estamos pasando por una que se alarga).
Mientras en mi barrio se realizan caminatas zen que nos recuerdan la importancia de vivir con los cinco sentidos abiertos o clases de meditación budista para vivir el presente sin preocupaciones, y existen máquinas para el reciclado de botellas de plástico para evitar el desperdicio y huertos urbanos para evitar el consumismo, don Leo imparte clases gratis de todo eso, y gratis, con sólo observarlo.